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—Perdón

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—Perdón... perdón... perdón.

—No pasa nada. Tranquila, está bien.

No hallaba cómo consolarla. Era la primera vez que la veía así, y eso que hasta se había desmayado de los nervios encima de mí. Me pedía perdón sin parar y yo le decía que no se preocupara, pero no creo que pudiera escucharme; no me miraba y se notaba que su mente estaba muy lejos de allí, visualizando cosas terribles allí dónde no podía llegar a ayudarla. Cómo mis palabras no la alcanzaban, tomé una decisión de la cuál no estaba segura: la abracé, pero con fuerza. La apegué a mi pecho y apoyé mi mentón en su cabeza, para que quedase hundida, protegida del mundo y de los recuerdos que le llegaban desde todas las direcciones. Temía que eso empeorara todo, pero se calmó: sus sollozos se apagaron pronto, su cuerpo dejó de temblar, y a los pocos minutos sus brazos me rodearon de vuelta. Ya no era un bulto, un manojo de nervios, había vuelto a ser la Ibbie que conocía, asustada pero dueña de sí misma. Le besé la coronilla y ella se hundió aún más en mi pecho, como si pudiera esconderse ahí para siempre, como si pensara que así se mantendría del alcance de todo el daño.

—Ibbie... —le dije cuando su respiración se hubo regulado del todo—. Estás bien, estás segura. No haremos nada que no quieras hacer, ni hoy, ni nunca.

—Es que quiero —dijo con una frustración terrible en la voz—. Es lo que más quiero, pero no puedo... no puedo. La odio, la voy a matar, la voy a matar de verdad.

—No, no puedes, no quieres hacerlo, no eres como ella —Le acaricié el cabello—. Eres buena de adentro Ibbie, por eso te amo.

Ambas nos quedamos de piedra cuando dije eso, pero mi sorpresa apenas duró unos segundos. Me extrañó lo fácil que había sido decirlo, el hecho de que no me arrepentía en absoluto: estábamos ahí en su cama en nuestra ropa interior, con los cuerpos todavía calientes por lo que habíamos querido iniciar y yo la amaba, era así de simple.

—¿Lo dices en serio? —La pregunta estaba cargada de temor.

—Nunca te he mentido y nunca voy a hacerlo —le prometí—. Te amo, Ibbie, y siempre que pueda voy a cuidarte.

Se largó a llorar de nuevo, pero no de forma histérica, sino muy silenciosa. Sentía sus lágrimas caer por mis pechos mientras su cuerpo temblaba ligeramente. Me moví con cuidado para quedar a su altura y le limpié las mejillas del delineador corrido. La besé en la frente varias veces hasta que la vi sonreír, entonces seguí por el resto de su cara y ella tomó la iniciativa, plantándome un beso tierno en los labios.

—Yo también puedo cuidarte —ofreció.

—Ya lo haces —le aseguré—. Y lo haces muy bien.

Eso la puso tan feliz, radiante incluso en medio de la noche.

—Te amo también. Te amo.

Podría habérmela comido a besos de lo linda que se veía, se lo dije.

—Hazlo.

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