CAPITULO V

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—Dios, tu papá te dio un ojo morado de regalo de cumpleaños.

La vida había cambiado un poco desde que Tom y Fran tuvieron que irse hace unos años. Tom iba a estudiar la universidad en San Francisco, y Fran por supuesto que lo acompañó. Entonces Bill tuvo que dejar el trabajo y sus padres aceptaron que estudiara en la escuela pública; bastó un par de exámenes para poder acreditar la secundaria y ahora estaba en la prepa, sin idea alguna de lo que quería para su futuro.

Las cosas en casa seguían igual. Su padre había renunciado a seguir maltratándolo de la misma forma que solía hacerlo, pero el trabajo se lo heredó a su hijo mayor: Javyer. Quien lo detestaba como nunca y, a cada oportunidad, manchaba sus nudillos con la sangre del su hermanastro.

Bill había sabido defenderse a palabras y supo que hacer caso a todas las reglas era peor que romperla, así que era raro que pidiera permiso para muchas cosas, aunque, para otras, aún seguía sintiéndose diminuto. Todos sus hermanos seguirán mirándolo con odio, pero las peleas habían disminuido, porque ya estaban en sus veintes y no creían que valiera la pena.

—...Fue Javyer... —Gruñó, pasándose la yema de sus dedos por el moretón. Su mejor amiga, Lilah, le sonrió con pena y puso los ojos en blanco.

—Ohh... ese imbécil ya se cree tu papá. -Bill apretó los labios. Pero Lilah sonrió y le tendió una bolsita de papel. —Mira, te traje esto...

Bill la agarró con una media sonrisa y la abrió, encontrando una playera de David Bowie. Sonrió ampliamente y abrió sus brazos para meterla entre ellos y besarle la mejilla un par de veces.

—Ohh... Lilah, muchas gracias...

—No es nada, no cumples diecisiete años todos los días. —Bill sonrió, aunque realmente sus cumpleaños no le podían importar menos. Sus padres no se preocupaban en hacerlo sentir especial y sus hermanos menos.

Janny era la única que le hacía algún pastel o le compraba helado. Pero ella ahora estaba muy ocupada queriendo casarse con cualquier hombre si eso la hacía irse rápido de esa casa, que más bien parecía una prisión.

—Gracias, guapa...

Lilah asintió.

—Oye, mañana queremos hacerte una fiesta en mi casa, ¿vienes? —Bill levantó las cejas y la miró, incrédulo.

—Como si no conocieras a mi papá... —Ella le apretó las manos, y puso gesto afligido. Sus ojos avellana brillaban bajo su maquillaje oscuro, y si cabello largo bailaba con el viento que ya hacía a mediados de octubre.

—Un ratito, Bill..

Bill apretó los labios, pero cedió.

—Lo intentaré.

Y fue lo menos intolerante posible a la hora de la comida. Odiaba compartir mesa con su familia, escucharlos masticar y hablar de cosas banales y superficiales; era como si no se conocieran, como si no les importase hacerlo tampoco. Y no le podía importar menos, la verdad estos años le habían hecho darse cuenta de lo poco que quería pertenecer a esta familia, y aunque todavía lograban hacerle sentir como si no valiera nada, parte de su vida prefería no pensar en el daño que desde niño le habían hecho.

Se metió un bocado de pollo a la boca, y al tragar, decidió que era el momento oportuno.

—Pa'... ¿puedo ir a una fiesta con Lilah? —Le preguntó con la voz aguda de la vergüenza. Su padre miró a su mujer y habló:

—El trabajo estuvo pesadísimo, mujer... me estoy muriendo... —Se quejó, pero su madre puso los ojos en blanco y apuntó a Bill con la barbilla.

—Te está hablando el niño.

SALTAR LAS TRINCHERASDonde viven las historias. Descúbrelo ahora