CAPITULO IV

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—Dios Tom, ¿por qué no le traes un vaso con cola? —Tom asintió, viendo a Bill en el suelo, tomándose la frente con los dedos, con un gesto perdido. Fran le daba airecito con un cartón de las cervezas y su cabello negro se revolvía un poco, pero Bill apenas cambiaba el gesto.

Cuando Tom regresó, le dio la botellita de vidrio con refresco de cola, y Bill se bebió un trago enorme, apretando el gesto cuando sintió el gas arder en su garganta. Se quejó quedito y permitió que, muy lentamente, ambos lo ayudaran a ponerse de pie. Había sido una noche muy estresante, y la gente nunca dejó de llegar hasta hace una media hora que habían tenido que echar a algunos clientes porque ya se habían pasado casi una hora del cierre.

Bill había empezado a barrer bajo las mesas cuando, frente a sus ojos sólo vio estrellas y de pronto, ya estaba en el piso con Tom y Francis mirándolo, asustados. Asumió enseguida que se había desvanecido, por el temor en sus rostros y por lo débil que se sentía.

—De seguro no has comido nada en todo el día, Will... —Bill miró a Tom, quien, serio, intentaba hablarle con respeto, para que no se sintiera juzgado también por él. —¿Tu papá te dijo que no comieras?

Bill sonrió. Y no supo por qué le dio risa que hubiese adivinado a la primera. Era como si conociera a su papá más de lo que él mismo le conocía.

—Hijo de puta. —Esta vez, Bill echó el aire, de forma burlona, como una risita casi insonora. —Mi hermano te está haciendo un sándwich, no te vas a ir de aquí sin comer.

—...Tom... —Susurró. —¿Por qué te juntas con mi hermano si no eres nada parecido a él?...

Tom se quedó en silencio, y bajó la mirada. Parecía que ocultaba algo, pero Bill no sería quien se o preguntase, después de todo no eran amigos, y no quería que pensara que quería saberlo todo de él cuando apenas empezaban a conocerse de verdad.

—Bueno, nos conocemos desde niños... él no es tan malo como aparenta.

Bill levantó las cejas, incrédulo.

Se comió su emparedado con lentitud, casi sin apetito, pero ambos hermanos estaban cuidando que comiera cada bocado sin dejar ni una migaja. Tom de pronto se iba a hablar por teléfono y le daba curiosidad saber con quién hablaba a altas horas de la noche, pero Francis no dejaba de contarle cosas que realmente no le importaban, y le hacían perder hilo de todo lo que Tom hablaba.

—¿Más refresco? —Levantó otra botellita. Bill sonrió, y después asintió. —Ya sé que un niño de tu edad no debe tomar tanto azúcar, pero el imbécil de tu padre debería preguntarse dos veces para qué coño tiene hijos si no quiere cuidarlos.

Le decía, enojado, mientras había el refresco. Francis era igual de guapo que Tom, pero notoriamente era mayor. Las pequeñas arruguitas en el rabillo de sus ojos le hacían ver, extrañamente, más joven y alegre. Tenía sólo veintitrés años, y su cabello bien recortadito y sus pestañas largas, le hacían creer a Bill que era el mejor ejemplo para Tom. Y le daban la razón cuando los veía a ambos ser amorosos y respetuosos entre ellos. Como unos buenos hermanos.

Aún vivían con sus padres, quienes tenían mucho dinero, pero eso no le impidió a Francis tener un pequeño bar que él se pagaba solo, sin ayuda de ellos. Tom le ayudaba porque sabía que era un gran sueño para él, y eso lo hacía mucho más lindo para Bill.

—Te quedas a dormir hoy, Bill. —Llegó Tom, con una sonrisa, abrazó a Francis desde atrás, apoyando la quijada en su hombro.

—¿Por qué?

—Llamé a tu papá y él te dio permiso. Le he dicho lo que te pasó y pensé que era mejor que no te fueras solo a casa; mejor te quedas y por la mañana yo te llevo.

SALTAR LAS TRINCHERASDonde viven las historias. Descúbrelo ahora