Capítulo 6

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Mientras seguía estancada en el «mundo real» (término que detesto), mi vida en el mundo onírico florecía. Empecé a conectarme al menos una hora diaria, a veces tres horas, siempre aprovechando las noches a solas en mi habitación, para evitar que mi mamá o Joaquín me vieran y empezaran a decirme que estaba «enviciada».

En la hypnet tenía una activa vida social, incluso había sido invitada a una boda, sí a una boda. Era un lunes a inicios de mayo, lo recuerdo bien porque ese día por la mañana tuve un problema con mi horrible supervisora, quien estaba empeñada en demostrar que por mi culpa se habían perdido mil pesos en mi caja registradora, aún cuando yo le mostré las cuentas claras. Odiaba a esa mujer, me resultaba vulgar, suponía una tremenda humillación dejarme dar órdenes por una persona como ella.

No obstante, ese día me aguardaba una sorpresa bastante desagradable.

Camino a casa tuve que pasar por una de las canchas de futbol del barrio donde a menudo Joaquín se reunía con algunos amigos. En la cancha, los mismos chicos sudorosos de siempre pateaban el balón, pero no encontré a mi hermano hasta que miré uno de los extremos de las gradas. Joaquín estaba hablando descaradamente con Jimmy.

Sentí la ira incontrolable surgir en mi corazón y fluir hacia mis extremidades.

En cuanto me vio, el malparido de Jimmy puso cara de perro asustado, le entregó un pendrive a Joaquín y huyó como si hubiera visto un espectro.

Mi hermano nada más resopló al verme llegar enojada.

—¿Qué hacías hablando con ese careverga? —Lo increpé.

—Calma, me estaba pasando una copia del FIFA 48.

—¡Qué falta de lealtad! ¿Desde cuándo es normal hablar con el ex de la hermana?

—Jimmy y yo nos llevábamos bien desde antes de que ustedes fueran novios. El tipo es bastante chévere.

—¿¡Chévere!? —exclamé, indignada—. Claro, pasa que a ti no te dio alas para luego cortártelas a medio vuelo. La falta de responsabilidad afectiva no es chévere, eh.

—Ángela, no fue para tanto, no te hizo nada malo.

—Sí, nada malo. Tomó mis ilusiones y las arrojó al suelo.

Joaquín sólo se encogió en hombros y luego se puso de pie. Se notaba que lo último que quería era escucharme, para su mala suerte yo no pensaba callarme.

Durante el camino a casa seguí reclamándole su falta de lealtad. Me incomodaba que siguiera comunicándose con Jimmy.

En la esquina de nuestra calle Joaquín saludó a una señora que vendía hamburguesas en un carrito, metros más adelante saludó a un vecino que atendía la papelería del barrio y pocos pasos después se detuvo para dar las buenas tardes a un ñero que a menudo le prestaba videojuegos.

Cabe decir que yo ni siquiera dirigí la mirada a estas personas.

—¿Por qué eres tan amable con esta gente? —pregunté una vez que llegamos a casa.

—¿A qué te refieres?

—Le hablas a todos como si fueran iguales —respondí. Desde niña, mi mamá había tratado de mantenernos apartados del resto de malas influencias del barrio, que estaba repleto de gente ignorante y de malas costumbres—. Sólo falta que compartas una cerveza con los holgazanes que siempre están en la cancha.

—En primera, yo no bebo; en segunda, esos supuestos holgazanes son todos estudiantes o manes con un trabajo honesto que van a distraerse a la cancha un ratico — contestó Joaquín, poco contento.

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