Capítulo 3

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A lo largo de dos años había logrado volverme alguien conocido en Costa Paraíso. La mayoría de los usuarios que se conectaban a la misma hora que yo me conocían, entre ellos estaban Jane, la dueña de una librería; Serge, el vigía del faro; la doctora Morandi, directora del hospital de Costa Paraíso; y Honorato, el sacerdote que atendía la iglesia en la cima del peñasco. No obstante, mi único «amigo» era Eros.

Sólo Eros y mi hermana habían visitado Sierraviva. Así que fue todo un suceso cuando Desirée aceptó acompañarme.

Aparecimos en el quiosco de la plaza principal, delante de la iglesia y con el palacio municipal a nuestras espaldas.

Sierraviva era el pueblo en el que venía invirtiendo todo mi tiempo y dinero libres desde hacía año y medio. Era un entorno diminuto, propio de un principiante.

Desirée se adelantó y caminó hasta la entrada de aquella iglesia colonial de cantera.

—¡Está precioso! —exclamó con sinceridad, muy diferente a la pose de mujer mamona que tomó en La copa de ajenjo.

—Gracias, como puedes ver, es un sitio algo humilde.

—Pero bastante bonito —apuntó mientras tocaba la hoja de un árbol en la plaza—. Usted me había dicho que me daría un tour y no veo cuándo va a empezar.

Sonreí y una vez que estuve a su lado comenzamos el recorrido.

Me puse nervioso. Una noche me conectaba a la hypnet y una hora después me encontraba mostrándole mi proyecto personal a una desconocida que bien podría ser una chica sana de mi edad o una loca de cuarenta años y ciento cincuenta kilos.

Avanzamos por una de las calles empedradas que llevaba hacia una plazoleta pequeña donde se encontraba la biblioteca, una pequeña cafetería y un hotel.

Desirée iba lento, fijándose en todos los detalles de mi entorno, cosa que me hizo sentir halagado.

Buscaba plasmar la imagen un típico pueblo mexicano en Sierraviva. Había puesto calles empedradas y la mayoría de las casas eran blancas, de dos pisos y con techo de tejas.

Antes de entrar a la biblioteca, Desirée se detuvo para examinar un carrito de elotes.

—¿Usted es mexicano?

No sabía si le hablaba a mi personaje o a mí.

—Sí —contesté.

—Lo imaginé. Las casitas, los adornos y este carrito de mazorcas. Le quedó muy chévere.

Tuve que hacer un esfuerzo para no titubear.

—Eres muy amable, Desirée —le dije bajo la puerta de entrada de la biblioteca—. Por cierto, puedes tutearme. Que me hables de usted me hace sentir viejo.

—¿Por qué lo haría sentir viejo? Así hablo yo con todo el mundo —replicó a la defensiva.

—Bueno acá en México es diferente. No sé cómo sea en Venezuela.

—¿Venezuela?

—¿No eres de Venezuela? Es que tu acento...

—Soy de Colombia —Se apresuró a corregirme.

—Es que sus acentos son muy parecidos.

—No lo son. Son muy diferentes —dijo, enojada, pero pronto comenzó a reírse

—Estoy bromeando, tranquilo. Si quieres que te hable de tú, lo haré. Con la condición de que sepas identificar mis bromas, ¿de acuerdo, Lucien?

—De acuerdo, Desirée.

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