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📍 Los Angeles, California

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📍 Los Angeles, California

Nos levantamos asustados porque nos despertamos un poco tarde y teníamos que irnos a Sinaloa. El reloj marcaba una hora más avanzada de lo que esperábamos, y el tiempo se nos escapaba entre los dedos. Las maletas aún no estaban listas, y una mezcla de nerviosismo y prisa inundaba la casa.

El Oscar, como siempre, no se apuraba. Parecía estar en su propio mundo, sin preocuparse por la urgencia del momento. Yo, por otro lado, sentía el peso del reloj en cada tic-tac. Miré hacia la habitación de Oscar y lo vi buscando algo desesperadamente.

-Oscar, apúrate. El piloto ya nos está esperando-le grité desde el pasillo, esperando que la seriedad de la situación lo hiciera moverse más rápido.

-Ya voy, Chacho. Dame cinco minutos, no encuentro mi cargador- respondió Oscar, frustrado.

Cinco minutos eran una eternidad en ese momento. La impaciencia comenzó a transformarse en enojo, pero intenté mantener la calma. Sabía que perder los estribos solo empeoraría las cosas. Entré a la habitación y vi a Oscar buscando entre sus cosas.

-¿Has revisado en tu mochila?- le pregunté, intentando sonar más paciente de lo que realmente me sentía.

-Sí, ya busqué ahí- dijo Oscar, mientras se levantaba para revisar una vez más. El tiempo seguía corriendo, y yo podía sentir la tensión aumentando con cada segundo que pasaba.

-Deberíamos irnos ya, aunque no encuentres el cargador- sugerí, sabiendo que el piloto no esperaría eternamente.

-Lo necesito, Chacho. Mi teléfono está casi muerto y no puedo quedarme sin batería todo el viaje- replicó Oscar, sin dejar de buscar.

Finalmente, después de lo que parecieron siglos pero probablemente fueron solo un par de minutos más, Oscar exclamó con alivio:

-¡Aquí está! Estaba debajo de la cama.

-¡Genial! Ahora vámonos- dije, agarrando las llaves del departamento y asegurándome de que lleváramos todo lo necesario.

Salimos apresuradamente del departamento, con las maletas a cuestas. El chofer nos recogió y nos fuimos al aeropuerto, donde nos estaba esperando el piloto con una mirada que no ocultaba su impaciencia. Nos subimos y el viaje hacia Los Mochis comenzó.

A medida que nos alejábamos, el estrés del momento fue cediendo paso a la emoción del viaje. Aunque habíamos comenzado el día con el pie izquierdo, sabíamos que lo importante era llegar a nuestro destino, y con un poco de suerte y mucho esfuerzo, lo lograríamos.

Después de unas horas de viaje, por fin llegamos a Sinaloa. El calor del mediodía ya pegaba fuerte, pero había una brisita que alivianaba un poco.

-Ya llegamos, plebes- les dije sonriendo. -Vamos directo al rancho, porque mi familia nos hizo una comida- sus ojos brillaron al escuchar eso. Sabían que las comidas en el rancho de mis abuelos eran otra cosa. El aroma del maíz recién molido, las tortillas hechas a mano, la comida cocinada a fuego lento... todo eso no se encontraba en otro lugar.

📍En un rancho de Guasave, Sinaloa.

El camino al rancho era un sendero polvoriento entre campos verdes. Los plebes miraban por las ventanas, maravillados con la naturaleza. Las palmeras y los árboles frutales bordeaban el camino, y de vez en cuando se veía una casita de adobe con techo de tejas rojas, añadiendo un toque pintoresco.

Mientras nos acercábamos, el aroma de la comida empezó a sentirse en el aire, llevándonos de vuelta a la infancia. Los perros del rancho empezaron a ladrar, anunciando nuestra llegada. Al doblar la última curva, vi la casa grande y acogedora de mis abuelos, con su fachada blanca y su amplio patio lleno de plantas y flores de buganvilia.

Mis papás y abuelos estaban en la puerta, esperándonos con los brazos abiertos. Al bajar de la camioneta, los saludamos con abrazos y sonrisas, sintiendo el calor de su bienvenida. Mi abuela, con su delantal y sus manos siempre ocupadas, nos llevó al comedor donde la mesa estaba llena de platillos deliciosos. Había tamales, frijoles refritos, carne asada y una olla enorme de birria que humeaba tentadoramente.

-¡Pásenle, pásenle!- ¡Siéntense y sírvanse!-dijo mi abuela con su energía de siempre.

Mientras comíamos, las conversaciones fluían naturalmente. Hablamos de nuestras aventuras en los viajes, de los recuerdos de la infancia en el rancho, y de los planes para los próximos días. Los plebes se sentían como en casa, integrándose perfectamente. Era un momento de conexión, de raíces, de disfrutar la compañía y la buena comida en un lugar que siempre sería mi refugio.

Después de comer, nos fuimos al patio, donde el sol empezaba a bajar, pintando el cielo de naranja y rosa. Mis abuelos trajeron una guitarra y empezaron a tocar, mientras nosotros cantábamos canciones que todos conocíamos. Los niños jugaban a nuestro alrededor, corriendo y riendo, completando el cuadro perfecto de un día en el rancho.

Esa noche, bajo el cielo estrellado de Sinaloa, me di cuenta de lo afortunado que era de tener un lugar al que llamar hogar, rodeado de personas queridas. Los plebes también lo sentían, y esa conexión se fortaleció con cada risa compartida, cada bocado disfrutado y cada canción entonada juntos. Habíamos llegado a Sinaloa, y en ese rincón del mundo, nos habíamos encontrado a nosotros mismos una vez más.

𝖨𝗆𝗉𝗈𝗌𝗂𝖻𝗅𝖾 |𝖠𝗅𝖾𝗑𝗂𝗌 𝖥𝗂𝖾𝗋𝗋𝗈Donde viven las historias. Descúbrelo ahora