Capitulo 29

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Bellamy


Bellamy no podía dormir. Los pensamientos se arremolinaban en su mente,cada cual más acuciante, tanto que no podía distinguir dónde terminaba uno y dónde empezaba el otro.

Mirando las estrellas, intentó imaginar qué estaría pasando en la nave.No se podía creer que la vida siguiera como siempre a cientos de kilómetros de allí: los waldenitas y los arcadios deslomándose a trabajar mientras los habitantes de Fénix lucían sus modelitos en la cubierta observatorio e ignoraban las estrellas. Era lo único que añoraba de la colonia: las vistas. Antes del despegue, había oído decir que un cometa estaba a punto de llegar; el espectáculo desde la nave sería alucinante.

Escudriñando la oscuridad, trató de calcular cuántos días llevaban en laTierra. Si sus cálculos eran correctos, el cometa cruzaría el cielo aquellamisma noche. Seguro que habría una elegante fiesta de avistamiento enFénix y reuniones menos formales en Walden y en Arcadia. Bellamy sesentó para observar el firmamento. Desde el claro no se veía nada —losárboles tapaban buena parte del cielo— pero desde la sierra tendríamejores vistas.

Octavia dormía tranquilamente a su lado, con su cabello brillantedesparramado alrededor de la cabeza y la cinta roja atada a la muñeca.

—Vuelvo enseguida —le susurró antes de echar a correr por el claro.

El denso enramado del bosque impedía el paso a la luz de las estrellas,pero, gracias a sus muchas expediciones, conocía bien aquella zona delbosque: era capaz de prever cada pendiente, cada recodo y cada tronco delcamino. Cuando por fin llegó a la cresta, se detuvo para recuperar elaliento. El aire frío le aclaró las ideas y las molestias en las piernas lodistrajeron de sus preocupaciones.

La bóveda celeste tenía el mismo aspecto que cualquier otra noche en laTierra, y sin embargo daba una sensación distinta; las estrellas latían conun pulso eléctrico, como si supieran que algo estaba a punto de suceder. Yentonces, de repente, ocurrió. El cometa surcó el espacio, un rayo doradocontra la plata del firmamento, iluminando cuanto lo rodeaba, incluso elsuelo.

Notó un hormigueo en la piel, como si las chispas del astro corrierantambién por sus venas y hubieran impregnado sus células de algo más queenergía: de esperanza. Al día siguiente, Octavia y él se marcharían parasiempre. Al día siguiente, dejarían atrás la colonia y nadie volvería adecirles lo que debían hacer o qué clase de personas tenían que ser.

Cerró los ojos e imaginó la sensación. Ser libre de todo y de todos...incluso del pasado. Incluso, quizás, de los recuerdos que lo habíanatormentado toda su vida.


Bellamy corrió por el pasillo, sin hacer caso de las protestas de sus vecinos y de las inútilesamenazas que proferían unos guardias demasiado perezosos como para perseguir a un niño denueve años particularmente rápido solo para echarle la bronca. Sin embargo, a medida que se ibaacercando a su hogar, todo aquel ímpetu se esfumó. Desde aquella terrible noche que habíapillado a su madre tratando de matar a Octavia, lo ponía nervioso volver en casa.

Abrió la puerta y entró como un vendaval.

—¿Mamá? —gritó. Cerró la puerta tras él con cuidado antes de decir nada más—. ¿Octavia?—esperó, pero nadie respondió—. ¿Mamá? —volvió a llamarla.

Cruzó la sala principal y abrió unos ojos como platos al ver los muebles volcados. Todoindicaba que a su madre se le habían vuelto a cruzar los cables. Caminó despacio hacia la cocina,con el estómago tan encogido que le habría cabido en el ombligo.

Alguien gimió, y Bellamy cruzó la puerta a toda prisa. Encontró a su madre en el suelo de lacocina, tendida sobre un charco de sangre. Un cuchillo yacía a su lado.

Ahogó un grito y corrió hacia ella para sacudirle el hombro, desesperado.

—Mamá —chilló—. Despierta. Mamá.

La mujer pestañeó apenas y emitió otro leve gemido. Bellamy se puso en pie y jadeó al darsecuenta de que se había manchado de sangre los pantalones. Tenía que encontrar a alguien. Buscarayuda

Regresó a la habitación principal y, justo cuando estaba a punto de salir para avisar a unguardia, un ruido lo detuvo en seco. Volvió la vista al armario, que estaba entreabierto, un jirónde oscuridad que acechaba entre la puerta y la pared. Cuando se acercó, una carita llorosa asomódel interior.

—¿Estás bien? —susurró Bellamy a su hermana, cogiéndola de la mano—. Vamos —pero laniña volvió a meterse en el armario, temblando. El miedo que Bellamy sentía por su madre seesfumó al mirar a esa niña que había aprendido a temer la luz—. Ven, Octavia —la persuadió, yella, indecisa, volvió a asomar la cabeza.

Por fin, salió a gatas del armario y miró a su alrededor con los ojos abiertos de par en par.

—Ven —repitió Bellamy. Cogió del suelo del armario la cinta roja que le había regalado y leató los rizos negros con algo parecido a un lazo—. Estás guapísima.

La tomó de la mano, y se le aligeró el corazón cuando los deditos de su hermana se laapretaron. La llevó al dormitorio de su madre, la subió a la cama y se acurrucó a su lado, rezandopara no tener que oír más ruidos procedentes de la cocina.

Sentados en el lecho, esperaron muy callados hasta que los gemidos de su madre cesaron y sehizo el silencio.

—Todo va bien, O —dijo Bellamy, estrechando a su hermana pequeña contra el pecho—.Todo va bien. Nunca más tendrás que esconderte.


Cuando la cola del cometa desapareció en la negrura, Bellamy bajócorriendo por la ladera, preocupado por si Octavia despertaba y lo echabaen falta. Pero al doblar la curva y buscar con la mirada el familiardespliegue de tiendas, solo vio llamas.

El campamento estaba ardiendo.

Bellamy se detuvo en seco y jadeó cuando la primera bocanada de humollegó a sus pulmones. Durante un momento, solo pudo atisbar llamas ysombras, pero luego empezó a distinguir figuras. Gente que corría en todasdirecciones, algunos saliendo de las tiendas en llamas, otros huyendo hacialos árboles.

Mientras volaba como una flecha hacia las mantas donde se habíatendido junto a su hermana, sin dejar de escudriñar la oscuridad en buscade la silueta tendida de Octavia, solo tenía una idea en la cabeza. El terrorque le arrebató el aliento no hizo sino confirmar lo que ya sabía: Octaviano estaba allí.

Gritó su nombre, mirando como loco a ambos lados y rezando para oírsu vocecilla llamándole desde el borde del claro, adonde quizás habíacorrido para ponerse a salvo.

—¡Octavia! —chilló de nuevo, volviendo la cabeza en todas direccionesy forzando la vista para ver a través del humo. No te dejes llevar por elpánico, se dijo, pero no le sirvió de nada. Las llamas se abrían paso entre laoscuridad y Octavia no estaba por ninguna parte.

Bellamy acababa de contemplar el cielo solo para caer después en lomás profundo del infierno.

Los 100 (Libro 1)Where stories live. Discover now