Capitulo 7

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Bellamy


Bellamy contemplaba el amanecer con los ojos entrecerrados. Siemprehabía supuesto que los antiguos poetas exageraban, a no ser que utilizasendrogas mejores que las que él había probado jamás. Ahora se daba cuentade que tenían razón. Era un delirio ver cómo el cielo pasaba del negro algris y después estallaba en pinceladas de color. No le entraban ganas deponerse a cantar ni nada, pero es que Bellamy nunca había tenidoveleidades artísticas.

Se inclinó y tapó el hombro de Octavia con la manta. Había encontradoel abrigo la noche anterior, asomando de uno de los contenedores desuministros, y más o menos le había roto un diente a un chico paraquedársela. Bellamy suspiró y vio cómo su aliento se condensaba en vapor,mucho más visible que en la nave, donde el sistema de ventilaciónprácticamente te arrancaba el aire de los pulmones antes de que hubierasalido de la boca.

Miró a su alrededor. Después de que una tal Clarke hubiera terminado deexaminar a Octavia y le hubiese informado de que solo se había torcido eltobillo, Bellamy había llevado a su hermana a los árboles para pasar lanoche. Guardarían las distancias hasta saber cuántos de aquellos chicos ychicas eran verdaderos criminales y a cuántos, sencillamente, los habíanarrestado por estar en el lugar equivocado en el momento más inoportuno.

Apretó la mano de su hermana. Él tenía la culpa de que la hubieranconfinado. Él era el responsable de que estuviese allí. Bellamy deberíahaber adivinado que tenían un plan entre manos; llevaba semanas hablandodel hambre que pasaban algunos niños de su unidad. Solo era cuestión detiempo que hiciera algo para conseguir comida; aunque tuviera que robarla.Su hermana pequeña había sido condenada a muerte por tener un corazónde oro.

Él era el encargado de protegerla. Y, por primera vez en su vida, le habíafallado.


Bellamy irguió los hombros y levantó la barbilla. Era alto para tener seis años, aunque eso noimpidió que la gente lo mirase con curiosidad cuando se abrió paso entre la multitud del centro dedistribución. No iba contra las reglas que los niños acudieran solos, pero era poco habitual.Repasó la lista que su madre le había hecho repetir tres veces antes de dejarlo salir de casa.Alimento con fibra: dos créditos. Paquetes de glucosa: un crédito. Cereales deshidratados: doscréditos. Copos de tubérculo: un crédito. Barra de proteínas: tres créditos.

Esquivó a dos mujeres que refunfuñaban delante de unas masas blanquecinas parecidas acerebros. Bellamy puso los ojos en blanco y siguió avanzando. ¿A quién le importaba que Fénixse quedara con los mejores productos de los campos solares? Cualquiera que quisiese comerverduras debía de tener él mismo una masa blanca y fofa por cerebro.

Colocó las manos bajo el dispensador de fibra, recogió el paquete y se lo metió debajo delbrazo. Había echado a andar hacia la sección de tubérculos cuando algo brillante le llamó laatención. Se volvió a mirar y vio un montón de frutas rojas y redondas dentro de un expositor.Casi nunca prestaba atención a los productos caros que se guardaban bajo llave; retorcidaszanahorias que recordaban a dedos de bruja de color naranja, horribles champiñones que másparecían zombis sorbecerebros salidos de un agujero negro que comida. Aquellas frutas, encambio, eran distintas, con ese rosa encendido, el mismo color que brillaba en las mejillas de suvecina Rilla cuando jugaban a la invasión alienígena en el pasillo. Bueno, hasta que los guardiasse llevaron al padre de Rilla y ella fue enviada a un centro de cuidados.

Se puso de puntillas para leer la cifra que marcaba el panel. Once créditos. Era mucho, peroquería tener un detalle con su madre. La pobre llevaba tres días sin levantarse de la cama.Bellamy no entendía por qué estaba tan cansada.

Los 100 (Libro 1)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora