vuelta al palacio

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El camino de regreso al palacio estaba en calma, aunque todos permanecían atentos a cualquier posible amenaza. Erik, que se encontraba junto a Thorne en la parte delantera del carruaje, estaba aún débil pero ya vendado y con el sangrado controlado. Mientras viajaban, Erik observó con atención a Thorne y se dio cuenta de algo perturbador: Thorne había perdido dos dedos de su mano izquierda durante la batalla.

Erik se asustó visiblemente y exclamó:

—¡Thorne, tus dedos! ¡Has perdido dos dedos!

Thorne, completamente tranquilo, respondió sin inmutarse:

—No te preocupes, Erik. Me volverán a salir.

Elizabeth, que estaba sentada cerca y había oído la conversación, se quedó perpleja y miró a Thorne con incredulidad.

—¿Qué quieres decir con que te volverán a salir? —preguntó, su voz llena de sorpresa.

Thorne frunció el ceño, algo confundido por su reacción.

—¿A ustedes no les vuelven a salir las extremidades que pierden? —preguntó.

Elizabeth negó con la cabeza, aún asombrada.

—No, Thorne. No nos vuelven a salir. Cuando perdemos un dedo, un brazo o una pierna, no vuelven a crecer.

Thorne se quedó pensativo por un momento, procesando esta nueva información. Luego, con un tono casual, explicó:

—Bueno, a mí me volverán a salir en unos 10 minutos minutos. Regenerar un brazo o una pierna puede tomarme unos 20 o 30.

Todos en el carruaje, incluidos Erik, Elizabeth, Maris y los recién liberados, quedaron boquiabiertos. La noticia de la capacidad de Thorne para regenerar extremidades les dejó perplejos.

Maris, con una mezcla de asombro y humor, comentó:

—Vaya, Thorne, podrías habérnoslo dicho antes. Nos habrías ahorrado muchos sustos.

Elizabeth no pudo evitar reírse ante el comentario de Maris, aliviando un poco la tensión en el aire.

—Sí, Thorne —dijo Elizabeth con una sonrisa—. Habríamos estado menos preocupados por ti en las batallas si hubiéramos sabido que podías regenerar partes del cuerpo.

Thorne, con su habitual seriedad, se encogió de hombros.

—No pensé que fuera algo importante de mencionar —dijo, casi con indiferencia.

Erik, tratando de bromear a pesar de su debilidad, añadió:

—Bueno, al menos ahora sabemos que si te pierdes algún dedo más, no tenemos que buscarlo por el campo de batalla.

Las risas se esparcieron entre los pasajeros del carruaje, aliviando un poco la tensión acumulada. La capacidad de Thorne para regenerarse era un consuelo inesperado, un recordatorio de su naturaleza extraordinaria.

El sol ya se había puesto cuando el grupo finalmente llegó al palacio. Las torres y muros de piedra del castillo se erguían majestuosas, bañadas por la luz de las antorchas. Thorne, Maris, Elizabeth, Erik, las seis mujeres liberadas y los dos niños cruzaron las puertas principales bajo la mirada atónita del rey.

El rey, al ver a sus amadas hijas Maris y Elizabeth sanas y salvas, aunque visiblemente golpeadas, sintió una ola de alivio y gratitud. Aunque Maris no era su hija biológica, él la quería como si lo fuera. Al ver también a Erik muy herido, y a las seis mujeres y dos niños, su sorpresa fue evidente.

—¡Thorne! —exclamó el rey, acercándose rápidamente—. Has logrado traer de vuelta a mis hijas y a Erik. No sé cómo agradecerte.

Thorne, siempre serio y sin mostrar emoción, respondió con su habitual frialdad:

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