Mientras Thorne cabalgaba de vuelta al palacio, una sensación inquietante se apoderaba de él. Sus sentidos, siempre agudos, le gritaban que algo había pasado con Elizabeth. Aceleró su caballo, galopando a toda velocidad, impulsado por una urgencia que no podía ignorar.
Tras algunas horas de viaje frenético, Thorne llegó al palacio. Apenas entregó la hierba a uno de los sirvientes, se dirigió de inmediato a Lydia, con la preocupación dibujada en su rostro.
—¿Dónde está Elizabeth? —preguntó, su voz firme y autoritaria.
Lydia, con el rostro lleno de angustia, respondió temblorosa:
—Elizabeth ha sido secuestrada, Thorne.
Sin pensarlo, Thorne desenvainó su espada y la colocó en el cuello de Lydia, sus ojos llenos de furia contenida.
—¿Qué le hiciste a la princesa? —rugió Thorne, acercando la espada aún más.
Lydia, con lágrimas en los ojos, replicó:
—Esto me duele tanto a mí como a ti, Thorne. Te lo juro.
—¡Habla! —exigió Thorne—. ¡Dime todo lo que sabes, ahora!
Lydia tragó saliva y, con voz entrecortada, reveló:
—Maris y Erik también fueron secuestrados. El rey está muy alterado y ha desplegado cientos de tropas en una búsqueda sin descanso.
Thorne retiró la espada lentamente, su mente ya trazando un plan. Se dirigió hacia el rey, que estaba cerca, con la preocupación evidente en su semblante.
—Majestad —dijo Thorne, su voz firme—. Prometo que traeré a su hija, a Maris y a Erik de vuelta. Nadie tocará a Elizabeth mientras yo respire.
El rey asintió, confiando plenamente en Thorne.
—Confío en ti, Thorne. Que los dioses te acompañen.
Thorne, sin perder un segundo, se dirigió a las puertas del palacio, su determinación tan fuerte como su espada.
—No fallaré —murmuró para sí mismo, mientras su mente se llenaba de pensamientos sobre Elizabeth y los otros cautivos.
Thorne, tras obtener la información del rey y Lydia, se dirigió al lugar donde Elizabeth estaba paseando cuando fue secuestrada. El lugar era un prado tranquilo, bordeado por árboles y con vistas a un río cercano. No dejaba de pensar en cómo había sucedido esto bajo la vigilancia de Erik, un soldado habilidoso y devoto. La situación olía mal, y cada célula de su cuerpo le decía que Lydia tenía algo que ver, pero por ahora, tenía que concentrarse en la búsqueda.
Thorne se agachó, inspeccionando el suelo con la minuciosidad de un rastreador experimentado. Notó un leve rastro del perfume de Elizabeth y se dejó guiar por él. No pasó mucho tiempo antes de encontrar un zapato delicado y un arete de Maris, ambos objetos tirados en el suelo. Más allá, vio la espada de Erik, manchada de sangre.
—Erik luchó por defenderlas —murmuró Thorne, su voz cargada de una mezcla de admiración y furia.
Siguiendo el rastro del perfume, Thorne se adentró más en el bosque, sus sentidos agudizados a cada pequeño detalle. A la orilla del río, encontró el cuerpo de un soldado. La armadura del hombre no era del reino, sino de algún lugar desconocido. Se acercó e inspeccionó el cadáver, observando marcas y tatuajes que no reconocía.
—¿Quién eres y de dónde vienes? —murmuró Thorne, mientras examinaba cada rincón del cadáver en busca de pistas.
No encontró nada que lo identificara claramente, pero al inspeccionar más de cerca, notó huellas en el suelo, señales de que los secuestradores habían caminado hasta este punto antes de montar a caballo. Las huellas se dirigían hacia el sur, saliendo del territorio real.
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Renacer Del Sentimiento
FantasíaEn lo profundo de las colinas de Élaria, el imponente castillo de Rocaforte se erguía como un bastión de seguridad y tradición. Sin embargo, dentro de sus muros de piedra, la princesa Elizabeth no encontraba paz. Cada noche, las sombras de sus pesad...