enigma viviente

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Tras la ceremonia, donde cada uno había recibido su medalla dorada y brillante en reconocimiento a su valentía y servicio, la celebración comenzó a disiparse. La multitud se dispersó lentamente, y el bullicio del evento dejó paso al suave murmullo de la cotidianidad. Erik, Maris, Elizabeth y Thorne se dirigieron a sus habitaciones para cambiarse de nuevo a ropa más cómoda y continuar con su día.

Mientras caminaban por los pasillos, Thorne no pudo evitar mirar la medalla que colgaba de su cuello. El metal dorado brillaba con intensidad bajo la luz que se filtraba por las ventanas del castillo. A pesar de su naturaleza normalmente imperturbable, había algo en ese objeto que capturaba su atención.

—Es bonita, ¿no? —comentó Elizabeth, notando la mirada fija de Thorne en la medalla.

Thorne asintió con un leve movimiento de cabeza.

—Sí, lo es —respondió con su voz grave, aunque había una suavidad inusual en su tono.

Justo en ese momento, Timoteo, el erudito del reino, apareció a la vuelta de una esquina. Su apariencia siempre desaliñada y sus ojos llenos de energía eran inconfundibles. Al ver al grupo, se acercó rápidamente con una expresión de urgencia.

—¡Vengan rápido al laboratorio! —dijo, casi sin aliento, sus palabras saliendo apresuradas—. Hay algo que debo mostrarles, algo importante.

Sin perder tiempo, los cuatro siguieron a Timoteo por los pasillos del castillo. A medida que avanzaban, el científico aumentaba el ritmo, sus pasos resonando con un eco ansioso. En su camino, se cruzaron con Marco y Brit, quienes corrían sin preocuparse por el decoro.

—¡No corran en los pasillos! —exclamó Maris con un tono de hermana mayor, con una sonrisa divertida—. Podrían lastimarse.

Los jóvenes se detuvieron por un momento, asintiendo avergonzados, antes de seguir su camino a un paso más moderado.

Finalmente, el grupo llegó al laboratorio de Timoteo, una sala llena de libros, pergaminos y extrañas máquinas. Los tubos de ensayo y frascos de vidrio llenos de sustancias de colores variados estaban esparcidos por las mesas, y el aroma a productos químicos llenaba el aire. Timoteo, con un gesto rápido, les indicó que se sentaran alrededor de una mesa central. Su rostro, normalmente jovial, mostraba ahora una seriedad que pocas veces se veía en él.

—He estado trabajando en algo muy importante desde hace días —comenzó Timoteo, mientras organizaba algunos papeles y documentos frente a él—. Especialmente en las muestras que tomé de Thorne. Y lo que he descubierto es... asombroso, por decir lo menos.

Los cuatro intercambiaron miradas curiosas, pero permanecieron en silencio, esperando que Timoteo continuara.

—Antes de que les explique en detalle, necesito hacerle algunas preguntas a Thorne —dijo Timoteo, fijando su mirada en el guerrero—. Necesito confirmar ciertas teorías.

Thorne asintió, preparado para lo que sea que Timoteo tuviera que preguntarle.

—Primero, quiero saber, cuando te regeneras... ¿esto te agota de alguna manera? —preguntó Timoteo, su pluma lista para tomar notas.

Thorne negó con la cabeza sin dudar.

—No, no me agota en absoluto. Es como si fuera un proceso natural para mí, no requiere esfuerzo.

Timoteo asintió, tomando nota rápidamente.

—Y tu capacidad regenerativa, ¿tiene alguna limitación? —continuó—. Por ejemplo, he leído que en algunos casos, la cabeza es un punto crítico para muchos seres. Si pierden la cabeza, no pueden regenerarse.

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