Capítulo 17

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Carla Walton

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Carla Walton.

Me siento la mujer más feliz del mundo. Acabo de enfrentar a las personas que más daño me han hecho, sin darme cuenta de que eran los principales verdugos, a quienes, inocentemente, idolatraba como una parte esencial de mi niñez. Al principio, pensé que eran mi familia, pero cada vez me doy más cuenta de que estoy sola, y por obligación me toca ser parte de los Walton. Esto es un juego, y debo aprender a jugar para ganar o morir en el intento. Como es habitual en él, Cristóbal no ha mencionado nada más después del dramático espectáculo familiar que dirigió, cual famoso director de orquesta mostrando su mejor obra hasta ahora. Él ama prender la mecha y dejar que todos se quemen, menos él.

—Cristóbal.—lo llamo, pero me observa con la intención de que guarde silencio mientras atiende una llamada. Estamos fuera del restaurante, y cuando veo que termina rápidamente, intento hablar de nuevo—: Tengo hambre. —Miro el reloj en mi muñeca izquierda y me doy cuenta de que son las dos de la tarde y no he comido nada debido al drama de hoy—. ¿Dónde vamos a comer?

—No tengo tiempo.

Se dirige al carro, pero tomo su mano para que se voltee y me preste atención.

—Quiero comer ahora.—exijo.

—Eres peor que una niña de cinco años.—me dice.

—Soy humana, son las dos y... —miro la hora y termino la frase—. Veinte. Por supuesto que tengo hambre, es demasiado tarde y me gustaría comer algo salado y dulce.

—Pediré que te compren alpiste de aves, a ver si dejas de cantar como un maldito pájaro. Voy tarde y tengo trabajo que hacer.

—Pide mejor köttbullar, tengo ganas de comer eso.—digo, caminando rápidamente hacia el carro y subiendo, mientras él suspira antes de hacer lo mismo.

No dice nada, pero cuando el chofer arranca el auto, él pide, por el comunicador, lo que deseo comer. Satisfecha, me quedo observando el panorama de la ciudad, ya que no sé si tendré la oportunidad de verla de nuevo. Al notar que el carro cruza por una calle nueva para mí, siento curiosidad por saber adónde vamos, ya que no parece el camino hacia la villa. De hecho, cada vez hay más edificios, y hombres y mujeres con trajes formales y semi formales entrando y saliendo de ellos.

—Carla.

—Sí.

—¿Algo más? —pregunta.

—¿De comer? —respondo con otra pregunta.

—Sí.—contesta, pero me mira con impaciencia.

—Jugo de naranja y postre... —pienso un poco y se me antoja algo con chocolate, pero al pasar por una panadería, me llega el olor de risgrynsgröt, gachas de arroz caliente con canela, azúcar y un poco de mantequilla. Solo de pensarlo, se me hace agua la boca—. Risgrynsgröt.

—Eso es navideño.—dice con una pequeña risa que, extrañamente, tiene un toque de alegría.

—Pero igual lo quiero.—No responde nada cuando lo refuto, pero vuelve a reírse muy sutilmente y mira por la ventana de su lado del pasajero, como dando por terminada la conversación. Luego termina de pedir el resto de lo que pedí por el comunicador.

Al cabo de unos diez minutos, llegamos a un hermoso edificio donde el auto se detiene, y el chófer inmediatamente me abre la puerta. Rodeo el auto y quedo frente a la imponente arquitectura del rascacielos.

—Vamos, apúrate, Carla.—Toma mi mano, entrelaza nuestros dedos, y trato de caminar al mismo ritmo que él mientras pasamos rápidamente por la recepción. Él con cara de ser el más importante del mundo, y yo, tratando de ser amable, muestro una pequeña sonrisa a las personas que nos miran hasta que llegamos al ascensor. El edificio es precioso; la arquitectura es muy moderna, con una forma curvilínea que le da movimiento a su estructura, pero también mucha luz por los grandes ventanales. Todo tiene tonos muy otoñales: marrones y ocres. Es vanguardista a su manera. Lo más ingenioso es que esconde parte del Lorem ante las narices de cualquiera que pase por aquí. Quizás no todos los trabajadores sepan en qué desgracia están involucrados, pero la ignorancia tiene su encanto en esta vida.

—Carla, deja de ver todo como un animal enjaulado y camina.

—El ascensor está aquí.—lo señalo.

—Tengo uno privado, camina.—Lo sigo hasta el final del pasillo, donde pone su huella y pasa el comunicador sobre un panel que permite abrir el ascensor de tono negro con luces blancas y dos espejos amplios a cada lado. Me apresuro a ingresar, y al hacerlo, suena una pequeña voz indicando que subimos al piso número doce.

Me tomo mi tiempo y me veo en el espejo. Tengo los ojos hinchados todavía y casi nada de maquillaje por tanto llorar. Mi cabello está igual que cuando salí, en una pequeña cola baja muy apretada, y llevo un sencillo vestido blanco con mangas acampanadas y flores rojas, a juego con mis tacones. Cristóbal está idéntico; las horas pasan y no cambia nada, ni una arruga en su traje negro ni una raya en sus zapatos lustrados. Cuando vuelvo a mirar en el espejo, la voz vuelve a hablar, anunciando que finalmente hemos llegado al piso doce. Salgo después de él y observo cómo la secretaria viene hacia nosotros con una pequeña sonrisa en el rostro.

—Marley Musk, mi secretaria.—señala a la secretaria mientras camina, y yo lo sigo a su oficina sin decir nada.

—Mucho gusto, señora Walton.—dice. Yo me vuelvo y le dedico una pequeña sonrisa, como si no la conociera ya, aunque ambas sabemos que sí.

Al entrar, la oficina es una copia del mismo diseño de la recepción, pero en tonos más oscuros y con un toque de negro en todo. Creo que es su color favorito. Tomo asiento en la silla que está al frente de él y espero la comida en silencio. Después de unos veinte minutos, me levanto y me dirijo a la puerta sin decir nada.

—¿A dónde vas?—pregunta, despegando la vista del monitor y levantándose de su silla.

—Tengo hambre, ya he esperado mucho.—respondo sin muchas ganas.

—Toma asiento allá.—señala un sillón negro junto a una mesa ratonera—. Si quieres comer, muévete a sentarte y deja de quejarte.

A los segundos, él sale de la oficina, dejándome tirada como un pequeño animal que busca algo para llevarse a la boca y no morir de hambre. Cuando voy a levantarme para salir, Marley ingresa con una bolsa de restaurante que desprende un olor a köttbullar: albóndigas de carne y cerdo, puré de papas, salsa de arándanos y pepinillos encurtidos. Solo al olerlo se me hace agua la boca.

—Aquí está la comida.—saca de la bolsa dos bandejas y un envase con jugo de naranja—. Un köttbullar, un risgrynsgröt y jugo de naranja. Disculpa la demora.

—Gracias.—digo, destapando el primer envase y empezando a comer.

—Toma.—me da un pequeño sobre que guardo en el brasier—. ¿Debo seguir fingiendo que no te conozco? —pregunto, volviendo a comer.

—No, solo no menciones que fui a tu casa.—responde.

—¿La carta?

—Léela cuando estés sola.—mira hacia la puerta y luego voltea—. Si tienes preguntas, dile a Lara que se comunique conmigo y me encargaré de darte la información.

—¿Por qué?—pregunto, terminando mi última albóndiga y pasando al postre.

—Se lo debo a alguien y debo pagar. —dice, sin añadir nada más, y se retira de la oficina, dejándome con más dudas que respuestas y un peso en el pecho.

 —dice, sin añadir nada más, y se retira de la oficina, dejándome con más dudas que respuestas y un peso en el pecho

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Romper el Sistema (Borrador)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora