|01| Como una astilla

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El lugar menos favorito de la mayoría de los alfas era la biblioteca, lo que la convertía en un refugio para los omegas. Era el lugar donde Jennie decidiría pasar el resto de sus días.

La omega estaba sedienta de conocimiento; quienes la conocían lo sabían, pero ninguno entendía la razón de esto. Quienes compartían esta pasión por los libros solían ser amantes de los poemas e historias de romance, leyendas misteriosas o tenebrosas. No había alguien que sintiera la misma emoción que Jennie por los libros de estrategia e historia real.

Libros que, por ser una omega, no tenía permitido leer o siquiera aspirar a tener. Sin embargo, Jennie conservaba una estrecha relación con su padre, un noble alfa que daría todo por ver sana y feliz a su única hija. Él le daría todos los libros que Jennie quisiese desde que era una niña.

Muchos no la entendían; no había razón para que una omega leyera sobre buenas estrategias de mando si nunca lograría mandar ni a su propio lazo. Jennie, como todas las omegas hijas de nobles elegidos por el imperio japonés, fue educada para ser una buena omega: pura, delicada y fértil. Pero cometieron el error de hablarle demasiado de quién algún día la reclamaría: un alfa.

Jennie descubrió que deseaba el poder, ser importante entre quienes se creen blindados, pertenecer a ese círculo de alfas que no podían ser cuestionados ni siquiera por los suyos.

Con el tiempo, también le enseñaron que la única forma de cumplir su sueño era por medio del conocimiento. Si bien la meritocracia era inexistente, al menos podría mantenerse soltera mientras sus estudios la llevaran lejos de los anillos y dientes. La información era poder, el conocimiento la llevaría a donde quería llegar; eso era lo que creía y estaba dispuesta a comprobarlo por todos los medios.

Las bibliotecas no sólo la llenaban de su propio deseo; también eran una cuna de paz, lo único que en ese momento no podría obtener de ninguna otra parte.

A través del pasillo, hasta el final de esos finos suelos de piedra pulida y paredes decoradas con hermosas pinturas de Japón, estaba el salón de juntas: el lugar donde todo alfa poderoso podría dar un paseo para hacer crecer su ego al ver cómo todos los demás babean por hacer lo mismo.

Jennie quería hacer lo mismo, sin embargo, no por las razones correctas. Recordaba con nostalgia y dolor la primera vez que su padre presumió de tener acceso a toda esa clase de lugares. Después de que la familia real coreana fuera derrotada y exiliada (o asesinada) por el propio imperio que después puso a su padre en el trono. Sentó las bases para que los Kim representaran la traición de su cultura y el comienzo del poder japonés en tierras coreanas.

La imagen de los Kim, como la de la mayoría de familias miembros del imperio japonés, estaba en decadencia. No había deshonra como la de alguien cuyo poder surgía de traicionar a su pueblo para servir a quien los pisotea. Jennie estaba tan consciente de eso que cuando llegó al palacio ni siquiera tenía en sus planes aparentar nada más. Ni un gran vestido lujoso, ni una tiara de cristales preciosos, ni una piel lechosa, pulcra y pálida ocultarían la suciedad que llevaba consigo su apellido.

Pero cuando reunieron a todas las familias nobles del imperio japonés en el palacio, se dio cuenta de que todos sus valores y su moral eran un pedazo de cartón mojado entre tantas personas sin ética, honor o modales. Porque todos estaban sumidos en un pozo de decepción del que no podían dejar que otros percibieran.

Jennie entendió cómo se movía la sociedad en una caja tan pequeña y logró aclarar sus objetivos en unos pocos años. Su padre, el alfa más puro de corazón que alguna vez conoció, nunca soltó su mano, llevándola consigo a todas partes, dándole oportunidades que muy pocos se atreverían a pensar.

"Mis omegas no son como ninguna otra", decía refiriéndose a su madre y ella. Siempre tan orgulloso de ir acompañado de su omega y, según sus palabras, el fruto más valioso que haya cosechado: su única hija, una omega.

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