Capítulo 3

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Athena.
Estaba ayudando a limpiar el local. Uno de los empleados estaba enfermo y necesitaban cubrir su puesto. Luego del encontronazo con ese hombre, decidí que mantenerme ocupada era lo mejor para apaciguar mi mente. Barrí el piso trasero, saqué la basura y traté de ignorar la creciente incomodidad que flotaba en el aire. Pero ese lugar siempre encontraba una forma de recordarme quién estaba al mando.

Mientras limpiaba una de las mesas, sentí unas manos rodear mi cintura con una familiaridad repugnante. Mi cuerpo se tensó al instante. No necesitaba verlo para saber quién era. El aliento cálido y húmedo contra mi cuello fue suficiente para paralizarme.

—Acompáñame. Necesito hablar contigo —susurró esa voz grave y áspera, con un tono que me llenaba de náuseas.

Sacha Castelo, el gerente del bar. El hombre que más odiaba en este mundo. Cada vez que se acercaba, era como si me arrancaran el aire de los pulmones.

Intenté zafarme.

—Señor... tengo trabajo que hacer —dije con un hilo de voz, pero su mano me apretó con fuerza, girándome hacia él.

—No te puedes negar, Athena —sus ojos marrones brillaban con una mezcla de deseo y poder.

Mi mirada se cruzó con la de una de las empleadas. Ella bajó la vista rápidamente y se alejó, dejando claro que no me ayudaría. Nadie lo haría. No aquí.

Sacha me arrastró del brazo hacia una de las habitaciones. Las miradas de los demás empleados me atravesaban como dagas, pero ninguna de ellas se alzó para detenerlo. Todos sabían, todos callaban.

Cuando la puerta se cerró tras nosotros, el aire se volvió pesado. Él comenzó a desvestirse lentamente, con una calma que me resultaba nauseabunda. Cada movimiento suyo era una sentencia. Mi cuerpo estaba rígido, y aunque la repulsión se arremolinaba dentro de mí, no podía moverme.

—Eso es, déjate llevar, ma petite souris —susurró con una dulzura envenenada, y en ese momento, algo dentro de mí se quebró.

Cerré los ojos y dejé de sentir. El vacío se apoderó de mí, como un manto que me protegía del horror que estaba ocurriendo.

Cuando salí de la habitación, ya no me sentía como yo misma. Mi cuerpo no era más que una carcasa vacía. Cada paso hacia el camerino era un recordatorio del peso que llevaba encima. Cuando finalmente llegué, cerré la puerta tras de mí y me dejé caer al suelo.

Mis manos temblaban. El mundo a mi alrededor parecía girar, y el nudo en mi garganta amenazaba con asfixiarme. Me arrastré hacia el rincón más oscuro del camerino, donde guardaba un pequeño estuche que había prometido no volver a tocar.

Lo abrí con dedos temblorosos. Dentro, encontré el pequeño envoltorio. Mis ojos se fijaron en él como si fuera la única salida, la única forma de escapar, aunque solo fuera por un momento.

Con movimientos mecánicos, preparé una línea y la inhalé rápidamente. El efecto fue casi instantáneo. El mundo, antes gris y opresivo, comenzó a disolverse en un mar de euforia artificial. Mis pensamientos caóticos se silenciaron, y la presión en mi pecho se alivió.

Por un breve instante, todo se sintió ligero. Falso, pero ligero.

Me recosté contra la pared, dejando que la sustancia hiciera su trabajo. Sabía que no era la solución, que solo estaba escapando. Pero en ese momento, no me importaba. Solo quería dejar de sentir, aunque fuera por unas horas.

Cerré los ojos, dejando que la calma artificial me arrastrara. Sabía que el amanecer traería consigo la misma miseria, pero eso era problema de la Athena del mañana. Hoy, al menos, había encontrado un respiro en medio del caos.

El rubí del Emperador [+18] Donde viven las historias. Descúbrelo ahora