Capítulo once

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A las cinco en punto de la madrugada sonó la estridente alarma, despertando a la soñolienta Claudia, que tan plácidamente dormía. Tras la visita de V, había caído en un sueño profundo como hacía días que no hacía. Por eso, esa mañana se levantó con las energías renovadas, a pesar de la temprana hora que era. Es lo que tiene disfrutar de un sueño reparador tras una impresionante experiencia orgásmica.

Con esas energías en el cuerpo, se puso en pie, hizo la cama, recogió la habitación, se dio una ligera ducha y, después de acicalarse y dejarse el pelo recogido en una gruesa trenza dorada, bajó ataviada con unas mallas negras piratas, una camiseta blanca de manga corta y unas bailarinas negras.

Tras desayunar algo ligero —porque siendo tan temprano, apenas tenía apetito—, se despidió de Clarisa, que había sido la que había preparado el desayuno para los tres. No hacía falta que lo hiciera, pero la mujer tuvo ese detalle.

Acompañada de Carlos, su padre, fue al instituto en su coche, ya que en la moto no podía cargar la maleta. En cuanto llegaron, Carlos detuvo un momento el vehículo, bajó el equipaje del maletero y, tras despedirse de su hija con un paternal abrazo y un par de sonoros besos, se montó de nuevo en el coche y se fue al hotel a trabajar.

Llevando a rastras la maleta, tirando del agarrador y dejando que las miniruedas se deslizasen por el asfalto del suelo de los aparcamientos, Claudia llegó hasta donde los dos autobuses que los llevarían al aeropuerto estaban esperando. En cuanto alcanzó el que estaba destinado para su curso, Víctor se acercó a ella con esa sonrisa tan suya y, ante los presentes, le dio un beso suave en los labios.

—Buenos días, muñeca —la saludó alegremente tras pasarle un brazo por encima del hombro de manera posesiva—. ¿Qué tal has amanecido hoy?

Claudia lo miró extrañada, ya que el comportamiento que estaba teniendo ante los demás no era el habitual. La trataba como si fuese..., como si fuese..., como si fuese su novia, justamente lo que él dijo que eran.

—Bien —balbuceó ella, incómoda con la situación.

—Trae, me encargaré de tu maleta —dijo sin perder la sonrisa.

Tras liberarla, tomó el equipaje de la joven y se acercó al autobús para meterlo en el portabultos. Claudia se quedó mirándolo, observando su espalda ancha, que en ese momento se estaba contrayendo al levantar del suelo la maleta para depositarla junto a las demás, pero un movimiento que pasó cerca de ella desvió su atención. Miró hacia la silueta que se acercaba por su lado izquierdo, y sus ojos se toparon con los dorados de Daniel.

Él la miraba con intensidad: una mezcla de reproche, anhelo, deseo y enfado.

«¿Enfado? ¿Por qué razón está enfadado conmigo? ¡Si la que tendría que estar enfadada soy yo por haberme ocultado la existencia de su hija! Valeeee, no estoy en mi derecho a estarlo, ya que él no está, ni estaba, en la obligación de rendirme cuentas ni nada...».

En cuanto el profesor se plantó ante ella, paró de pensar, dejando la mente en blanco.

—Buenos días, señorita Claudia —la saludó él nada más pararse a su lado—. Veo que en el poco tiempo que llevas en la ciudad, has logrado congeniar y adaptarte con bastante facilidad... ¡Si hasta te has echado novio y todo!

—¿Perdón? —preguntó ella incrédula. Luego, viendo que sin querer había alzado la voz, ya que las palabras sarcásticas del hombre la habían pillado por sorpresa, dijo, bajando el tono de la misma—: Yo no tengo novio... —Obvió que, ante los ojos de todos, ella era la chica de V—. Además, mi vida privada es de mi propiedad, como la suya es suya —apuntó, ahora más dolida que antes.

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