Capítulo Cinco

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A la mañana siguiente, tras ponerse un vestido primaveral blanco con estampados florales y de corte juvenil aprovechando que el buen tiempo ya acompañaba en esas fechas del año, bajó a desayunar. Tras hacerlo, se despidió de su madrastra, la cual la miraba extrañada, ya que le había visto la señal morada que lucía en el cuello, y luego montó en la moto con la mochila colgada a la espalda. Tras ponerla en marcha, puso rumbo al instituto.

Fue de las primeras en llegar. El aparcamiento estaba prácticamente desierto, así que tuvo las cosas fáciles para estacionar la motocicleta en la mejor zona del recinto. Una vez que lo había hecho y se había cerciorado de dejarla asegurada con la pitón, entró en el edificio. Cuando llegó al aula, solamente se encontraba su tutor, Daniel.

—Buenos días —dijo la joven nada más atravesar la puerta.

—Buenos días, señorita Claudia. Veo que hoy has madrugado bastante —apuntó con una preciosa sonrisa dibujada en su rostro varonil y maduro, que desapareció radicalmente cuando se percató del chupetón que lucía escandalosamente. La pobre Claudia no pudo evitar ruborizarse tras el escrutinio del hombre.

—Sí, así es, con lo del tema del viaje, apenas pude pegar ojo y, harta de estar en la cama dando vueltas, decidí levantarme más temprano —mintió, aunque lo cierto era que había sido una mentira solo a medias; la verdadera causa de la noche en vela que había pasado había sido la visita nocturna V.

Daniel asintió con la cabeza, con el ceño fruncido, sin dejar de observarla. Su mirada iba desde la señal violácea del cuello a los ojos azulados de Claudia.

—¿Al final has cambiado de idea y piensas ir? —le preguntó el hombre, quien no se había dado cuenta de que había puesto una cara ilusionada, así como esperanzada, cuando pensó en tal posibilidad. ¡Y eso que no paraba de darles vueltas y vueltas a la cabeza una y otra vez, preguntándose quién le había hecho ese chupetón que no tenía el día anterior!

—Así es. —Se acercó a él y, tras apoyar la mochila sobre la repisa del escritorio, sacó lo que tenía que entregarle—. Aquí tiene el dinero y la autorización firmada —le dijo mientras le extendía ambas cosas.

Sus dedos se rozaron, y cuando Daniel cerró la mano sobre el sobre y el papel doblado que lo acompañaba, atrapó también con el gesto parte de su delicada mano.

Ella clavó entonces la mirada en la unión de ambas manos, que se habían quedado estáticas ante la conexión; luego la levantó y la clavó en los ojos color miel del profesor. Él la miraba intensamente en silencio. Estaban los dos como en otro mundo, ajenos al lugar donde se encontraban, un lugar que comenzaba a llenarse de alumnos.

Un carraspeo, seguido de una tos fingida, rompió la magia del momento o lo que aquello hubiera sido, provocando que Daniel liberara la mano de una ruborizada Claudia.

—Ya puedes tomar asiento, señorita Claudia —ordenó por decir algo, sin dejar de mirarla fijamente.

Ella asintió, y al girarse comprobó que el causante de la interrupción era Víctor, que en esos instantes, en los que estaba rodeado de sus cuatro inseparables amigos, la taladraba con la mirada mientras apretaba la mandíbula y los puños.

«Tierra, ¡trágame!».

Sintiendo en su cuerpo el peso de la mirada recriminadora de V y las curiosas del resto del quinteto, Claudia se puso en marcha y fue a sentarse en su correspondiente lugar.

—¿Tengo que recordarte que eres mía? —preguntó en un susurro el Víctor cuando pasó al lado de él.

Claudia tragó saliva, preocupada por lo mal que pintaban las cosas ahora sin haber hecho nada de nada.

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