Capítulo Uno

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 Con los nervios a flor de piel, Claudia aceleró el paso sin perder de vista la puerta del aula donde cursaría el último trimestre de segundo de bachillerato. Sin vacilar, obligó a sus temblorosas piernas a que anduviesen y se mantuvieran firmes, o si no, era muy probable que acabase cayéndose de bruces contra el suelo de mármol del pasillo.

Estaba a punto de entrar en el aula el último de los alumnos que estaba haciendo cola, cuando por fin logró alcanzar la puerta. Al entrar, uno de ellos le cerró la puerta en las narices; menos mal que la detuvo a tiempo y evitó que impactara contra ella. Con las manos sudorosas por los nervios, la volvió a abrir para entrar. Una vez dentro, se fijó en que los alumnos estaban ya tomando asiento, mientras el profesor, que a partir de ese instante pasaría a ser su tutor, hacía lo mismo. Debió percatarse de que ella lo estaba observando en ese preciso momento, ya que, de manera súbita, dejó de sacar sus pertenencias y útiles de estudio y se centró en ella.

—Usted debe ser la señorita Claudia Morales, ¿cierto? —Más que preguntar, se notaba que afirmaba.

La recién llegada, tras tragar saliva para deshacer el nudo que se había formado en su reseca garganta, asintió, temiendo que le temblara la voz si decía algo.

—Bien, pues tome asiento en cualquiera de los pupitres disponibles y espere a que pase lista para presentarse.

Nada más decir eso, el profesor tomó de encima del escritorio unos folios. Mientras comenzaba a nombrar a cada alumno, y estos a su vez se iban poniendo en pie cuando eran nombrados, Claudia se dispuso a escanear el lugar en busca de un lugar libre donde sentarse. Se fijó en que solamente había dos: uno al lado del escritorio del profesor, un hombre de alrededor de treinta años —que sin duda debía tener mucho éxito con el sexo contrario, ya que tenía un cuerpo bastante musculoso y una sonrisa de ensueño—, y otro al fondo del todo, donde había un grupo de cinco chicos con pinta de ser los revoltosos del lugar. Ninguno le inspiraba confianza, pero ni loca iba a elegir sentarse en primera fila, tan cerca de aquel profesor tan atractivo y a la vez tan autoritario y serio. Bastantes nervios tenía ya encima como para sumarle los que la atacarían si se pasaba la hora escolar sentada junto a tal espécimen de hombre... ¡Si cuando le habló con aquella voz tan sexy, casi le dio un infarto!

Con esa determinación en mente, y sin dejar de aferrarse con fuerza a una de las asas de su vieja mochila vaquera, se aproximó a la mesa libre del fondo. En todo momento, pudo notar cómo sus compañeros la miraban con interés; prácticamente sentía sus miradas clavadas en la nuca. Al fin tomó su asiento mientras escuchaba de fondo la hipnotizadora voz del profesor nombrándolos a todos uno a uno y comenzaba a sacar de la mochila sus pertenencias.

Hasta que no escuchó unos cuchicheos, seguidos de risitas, no se centró en estudiar a los compañeros que estaban sentados cerca de ella. Con timidez, alzó la vista y se fijó en el grupo de chicos, todos ellos presumiblemente de su misma edad, que habían logrado llamar su atención gracias al pequeño revuelo que estaban montando.

Los cinco la miraban con interés, no con burla —como en un principio creyó, debido a sus risas mal disimuladas—; en especial el que parecía ser el líder, un chico de más de un metro setenta y cinco, con el pelo castaño claro y peinado a lo loco pero de manera sexy. Además, se notaba que tenía un cuerpo musculoso; seguro que era de esos a los que les iba ir al gimnasio muy a menudo. Era sin duda un joven muy guapo que debía tener mucho éxito con las del sexo opuesto. La miraba con un matiz de lujuria, de deseo, aunque eso no la sorprendió, ya que ella era consciente de su belleza, de su cuerpo curvilíneo que tantos quebraderos de cabeza le había causado desde que alcanzó la adolescencia. De hecho, era una de las causas por las que se había visto obligada a cambiar de instituto, así como de ciudad y casa. Hasta el día de ayer había estado viviendo con su madre divorciada, pero tras el continuo acoso sexual de su padrastro, que no paraba de insinuarse y rozarse con ella en zonas inapropiadas, se fue a vivir con su padre, un cincuentón que era un total desconocido para ella, el cual solamente se limitó a pasarle la manutención correspondiente durante los diecisiete años que ya tenía Claudia. Jamás fue a buscarla o a hacerle una visita, ni siquiera en navidades.

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