hallelujah

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18 de julio, 72 juegos del hambre
Claro de la Arena

Glyndon salió disparada hacia Morrigan. Odio y deseo de muerte clamaban sus venas.

Su sangre pidiendo sangre. Es como si la herida infringida hacía unos minutos hubiera desaparecido y solo quedase dolor. Dolor y odio.

Nunca había querido matar a alguien como había querido matar a la chica que lo tenía todo. Lo había tenido todo antes de la arena. Dinero y buena familia, todos en el Distrito 1 competían por ir a los juegos. Les entrenaban para ellos, porque pese a estar prohibido se le hacía la vista gorda. Era bueno que aquellos más aliados al Capitolio tuvieran sus lujos y ventajas.

Y Glyndon los odiaba por ello. Quizá no era su culpa, las sonrisas falsas, la falsa compasión y el sentimiento de superioridad. Habían nacido en ello. No es como si conocieran otra cosa.

Y aunque ella había nacido en la familia de una antigua vencedora las cosas no eran tan fáciles. Su abuela había muerto, y solo habían conseguido mantenerse en la casa porque no había ninguna otra persona que quisiera reclamarla. Además de que no había ningún ser de la paz que quisiera habérsela quitado de encima.

La chica parecía increíblemente segura de si misma. Y no era para menos.

Morrigan había cogido el tridente que ella había lanzado en su dirección. Directo a matarla. Pero su punta no había llegado al objetivo.

Iba desarmada contra una persona que había aprendido a luchar hacia mucho tiempo. Y quizá no tenía ninguna esperanza, aunque no podía pensar así. La voz de Hawke demasiado fuerte para no oírla en su mente.

Si tenía la fuerza suficiente para ser granjera tendría que tenerla para poder manejar a esta chica. Por lo menos era lo único reconfortante que decía.

Y de pronto como si un milagro hubiera aparecido delante de sus propias narices vio que no se ajustaba al balance del tridente, si ella no podía manejarlo con tanta facilidad tenía la posibilidad de ganar esa última batalla.

Por primera vez en días pensó que tenía una pequeña posibilidad de ganarla. El primer rayo de esperanza entre tantos desastres. No había nada más que un mar de posibilidades entonces.

El tridente llegó a escasos centímetros de su cara cuando lo sujetó con ambas manos, y aún sintiendo como se lo clavaba no iba a retroceder, sentía como la sangre escurría de entre sus manos a borbotones, haciendo ríos de sangre en sus manos que goteaban al suelo, o que recorrían sus brazos a una velocidad impresionante.

Killswitch, finnick odairDonde viven las historias. Descúbrelo ahora