Resultaba demasiado fácil ignorar lo que no podía comprender. O lo que, en el fondo, no le interesaba admitir. Siempre encontraba la manera de desviar su atención hacia asuntos más manejables, hacia pensamientos menos incómodos que estos. ¿Por qué no podía bastar con eso? ¿Qué maldito problema ameritaba que ahora, precisamente ahora, no pudiera apartar de su mente las palabras de Alastor? Pensó en lo desesperante que sería si lo que su amigo insinuaba resultara ser cierto. «Qué fastidio que alguien se metiera en mi cabeza solo para confundir mis pensamientos».
Imaginó a su madre palideciendo con cada palabra pronunciada por Alastor, como si cada una fuera una afrenta a sus deseos y planes. «Eso sí que sería divertido de ver», pensó con un destello de malicia. Pero en este momento no había diversión alguna cuando se trataba de él mismo. No cuando la burla parecía estar dirigida a él, cuando se sentía como si todos supieran algo que él ignoraba, dejándolo en una posición de desventaja. «No me gusta sentirme así», se recordó, disgustado. Menos aún cuando el objeto de la discusión eran sus propios sentimientos. «¿Qué derecho tienen los demás? Ninguno».
Su madre… la vieja loca, aferrada a la idea de regresar a esos días gloriosos en que la Casa Targaryen rebosaba de poder y paz, o al menos en que la Casa Hightower se encontraba en su cúspide. La adoraba, sí, pero hacía años que había dejado de ser la mujer que lo protegía cuando era niño, la única dispuesta a hacer cualquier cosa por él. Lo único que quedaba de ella era ese maldito color verde. El verde que le recordaba al color del vómito de Aegon después de una de sus innumerables borracheras.
El verde también era un constante recordatorio de la ambición de su abuelo, de cómo los había arrastrado a su maldito juego. Su abuelo había condenado a Aegon mucho antes de que este naciera, y desde entonces, la moneda de la locura había alcanzado a su madre. Y por desgracia, la había condenado a ella, a la única hija que tenía, a un hombre como Aegon, más monstruo que humano.
Aemond sintió una punzada de repugnancia hacia sí mismo, atrapado en un matrimonio que no le ofrecía felicidad, pero del que disfrutaba los escasos momentos de contacto físico. ¿Había peor suplicio que ese? Se había acostumbrado tanto a tenerlo cerca que su cuerpo reaccionaba al más mínimo roce. «No puedo simplemente irme de su lado…» pensó, molesto por la idea de cuán dependiente se había vuelto de la presencia de su esposo. Aemond pensó que Daeron había tenido suerte; su hermano menor había crecido mejor estando lejos de ellos. Lejos de los malditos Hightower.
No perdería su tiempo, que consideraba valioso, pensando en la maldición que parecía acompañar a los Hightower. «Después de todo, mi propia familia es suficiente para volverme loco». Y no dudaba ni un segundo que Lucerys tenía una participación exuberante en ese proceso. Y no en el buen sentido.
Con los engranajes de su mente girando a toda prisa, consideró el poder que tendrían ambas familias si lograba engendrar un hijo. Y, tal vez, en un futuro no tan lejano, podría tomar parte en la guerra por el Trono. O, por otro lado, comprar su libertad. Aunque eso solo evidenciaba lo lejos que estaba de la realidad.
«Y que por poco, muy poco, la moneda que los Dioses lanzaron al aire se movía para sentenciarme en dos simples y amenazantes finales: Grandeza o Locura». Todo apuntaba a la locura.
Pero nada de esto era su culpa. Alastor se había excedido con un tema que ya estaba zanjado.
Con la cabeza llena de pensamientos, finalmente entró en lo que era su habitación. Con una mano, desató el nudo de su parche y lo dejó en la encimera más cercana. Miró hacia adelante y, de repente, se quedó sin aliento. Aemond vio a Lucerys tendido en la cama, el edredón cubriendo su cuerpo, dejando al descubierto solo su cuello y su cabeza. «De haberlo sabido, habría sido más discreto…» pensó, sintiendo una súbita y molesta sacudida en su pecho.
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The blood of Duty. [Corrigiendo y actualizando]
FanfictionLa prometida de Aemond pereció en un trágico accidente, víctima de la mano de su hermano mellizo. Un giro del destino que condenó a todos. Así, la llama de la discordia entre los hijos de la casa Targaryen se avivó aún más, forjando en sus corazones...