Vōre (9): Redemption.

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REDENCIÓN

Lucerys se había refugiado en la soledad de su habitación, atrapado en una maraña de pensamientos y emociones que lo ahogaban lentamente. Había decidido no enfrentar el día, como si al evitar la luz pudiera escapar de la opresiva realidad que lo rodeaba.

Estar cerca de Aemond era como hundirse en un abismo del que no había escapatoria, un tormento que se repetía en su mente una y otra vez. Sentía que Aemond se deleitaba con su sufrimiento, ignorando el dolor que él mismo llevaba dentro, o quizás alimentándose de él. La mera presencia de Aemond era como un puñal que se clavaba en su pecho, desgarrando lo poco que quedaba de su corazón.

Dejó caer la copa de vino sobre la mesa, la mancha roja se extendió sobre la madera. Se liberó del abrazo de las sábanas, como si fueran cadenas que lo ataban a su miseria, y caminó hasta las ventanas.

Al mirar hacia el exterior, el sol se desvanecía en un atardecer de tonos rojos y dorados que bañaban todo a su alrededor. El sonido de las olas golpeando las rocas le recordó cómo se sentía en su interior: una tormenta que había arrancado todo lo que tenía, dejándole un hueco en el pecho y en el alma, un vacío que no podía llenar.

El recuerdo de su hermana lo envolvía en una niebla densa, enredándolo aún más con Aemond. Aunque no creía en lo divino, empezaba a pensar que quizás el destino los había unido de la forma más cruel y dolorosa posible, que la muerte de Alyssane los había atado en un lazo de sufrimiento y desesperación.

El dolor que Aemond cargaba era evidente en su único ojo, un ojo que cambiaba de color como el mar bajo diferentes cielos: a veces tan verde como la hierba en invierno, otras tan oscuro como el océano en una tormenta. Aemond podía mentirle con las palabras, pero Lucerys siempre encontraba la verdad en ese ojo, en la intensidad de su mirada que no sabía ocultar secretos.

Era esa claridad que lo quemaba con indiferencia, que contenía una oscuridad que atrapaba la luz como si fuera fuego devorado por las sombras. Era ese hombre maldito que solo veía en él a un asesino, a una sombra del recuerdo de su corazón roto. Y aún así, Lucerys lo amaba.

Amaba a ese hombre que lo despreciaba, que lo atormentaba con su silencio y su furia contenida. No había amor, ni aprecio, ni compasión… pero Aemond le pertenecía, y esa pertenencia se había convertido en su anhelo más doloroso.

Para Lucerys, no era más que una tortura ver al hombre que lo había destrozado caminar por los pasillos de un castillo lleno de recuerdos de un amor perdido. Podía verlo, sentirlo incluso, como si la esencia de Aemond se hubiera entrelazado con la suya.

Había tocado su alma y sentía la rabia, la venganza que ardía bajo su piel. Aemond se había vuelto humano en su vulnerabilidad, pero él, en cambio, se estaba volviendo adicto a la oscuridad que lo consumía, a la monstruosidad que él mismo había contribuido a crear.

Había una oscuridad en Aemond que lo llamaba, que lo atraía como un abismo del que no podía escapar, aunque sabía que lo devoraría.

—Príncipe —una voz interrumpió sus pensamientos. Una criada había entrado en la habitación, inclinándose en señal de respeto.

Lucerys no apartó la mirada del horizonte. —El día está realmente lindo, ¿no lo cree? —sus palabras eran lentas, como si salieran de lo profundo de su mente, llenas de una tristeza que ni él mismo entendía del todo.

La criada lo observó con preocupación, sin atreverse a responder más que con un simple: —Eso creo, mi príncipe.

Lucerys no estaba realmente seguro de lo que estaba diciendo. Quizás fue la sonrisa triste que cruzó su rostro lo que confundió a la criada. Ella había respondido con una sonrisa tímida, creyendo que esa expresión significaba algo amable. Pero no lo era.

The blood of Duty. [Corrigiendo y actualizando]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora