DESOLACIÓNLas manos de Lucerys descansaban sobre la superficie del barandal de la terraza, sintiendo el frío de la piedra oscura, endurecida por siglos de tormentas y secretos. Cerró los ojos, permitiendo que el viento helado le acariciara el rostro, mientras las olas golpeaban abajo, un sonido que le traía tanto consuelo como desasosiego. La brisa marina era fresca, pero llevaba consigo la soledad que impregnaba cada rincón de Rocadragón, un lugar ahora tan vacío como el matrimonio en el que estaba atrapado.
Las gaviotas surcaban el cielo nublado, sus gritos se entremezclaban con el eterno murmullo del mar, un recordatorio de la indiferencia del mundo ante su sufrimiento. Era como si las mismas piedras del castillo lo observaran, testigos mudos de su desdicha.
Habían venido a Rocadragón por orden de su madre, Rhaenyra. Con ella ahora como regente en Desembarco, el castillo había quedado deshabitado, y le había parecido una buena idea enviar a Lucerys y Aemond allí, en lo que debería ser su Luna de Miel. Sin embargo, la realidad era otra: Lucerys había pasado la mayor parte del tiempo solo, vagando por los fríos pasillos, mientras Aemond se refugiaba en la biblioteca, sumergido en viejos textos, manteniéndose tan lejos de él como le era posible. Incluso se había negado a compartir habitación, un rechazo que lo hirió más de lo que estaba dispuesto a admitir.
Aunque siempre encontraba fascinación en los antiguos castillos cargados de historias trágicas, ahora, la soledad que impregnaba cada piedra parecía un reflejo de su propia vida. Rocadragón, con su grandeza, no hacía más que acentuar lo insignificante que se sentía, y los secretos que aquellas paredes guardaban parecían opacados por su propio sufrimiento.
Sus dedos se deslizaron sobre el pétalo de una rosa blanca que había florecido pese a la hostilidad del entorno. Lo frotó entre sus yemas, sintiendo la suavidad bajo su piel, antes de llevarlo a su nariz y aspirar el aroma fresco. Era un breve momento de belleza en medio de tanta oscuridad, un respiro antes de sumergirse nuevamente en su tormento personal.
Bajo el sol implacable del mediodía, Aemond entrenaba con una furia contenida, cada movimiento una mezcla de brutalidad y elegancia. Sudaba, pero se mantenía erguido, imponente, mientras esquivaba y contraatacaba con la precisión de un guerrero nato. El guardia que le servía de oponente intentó lanzarle una patada, pero Aemond la bloqueó con un giro fluido, derribándolo con un golpe seco en la espalda. El gemido del guardia resonó en el patio, pero él no mostró ni un atisbo de emoción, solo la concentración absoluta que exigía cada maniobra.
El cabello plateado de Aemond, que caía sobre sus hombros, estaba atado para evitar que se enredara durante la pelea. Lucerys no podía apartar los ojos de él, cada movimiento parecía hipnotizarlo, atrapándolo en una mezcla de admiración y resentimiento. Cada gesto era preciso, cada paso era calculado, y aunque el calor del sol le hacía desear la sombra del interior, sus ojos permanecían fijos en Aemond. Su esposo. Su derecho. Aemond era una visión de fuerza y destreza, una visión que le pertenecía, aunque la realidad le recordaba cuán distante estaba esa posesión.
El aire fresco traía consigo el olor del mar, mezclado con el sudor de Aemond, éste seguía entrenando con una ligereza que contrastaba con la brutalidad de sus movimientos. Lucerys se sintió invadido por una incomodidad creciente, una tensión en su pecho que no lograba disipar. Era como si cada mirada que lanzaba hacia Aemond lo arrastrara más profundamente en un abismo del que no podía escapar.
Recordó, casi contra su voluntad, las veces en que había visto a Aemond entrenar con su hermana, Alyssane. Ella, con su valentía temeraria, nunca había temido enfrentarse a su tío. Y esos combates, aunque intensos, siempre terminaban de la misma manera: con risas, con un cariño que Lucerys apenas podía soportar. El dolor de esos recuerdos se clavó en su pecho como una daga, y sintió un ardor amargo en su garganta.
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The blood of Duty. [Corrigiendo y actualizando]
FanficLa prometida de Aemond pereció en un trágico accidente, víctima de la mano de su hermano mellizo. Un giro del destino que condenó a todos. Así, la llama de la discordia entre los hijos de la casa Targaryen se avivó aún más, forjando en sus corazones...