Capítulo 1

1.2K 88 4
                                    

POV Yoko
Cuando Yoko vio al pequeño espiando a través de las delicadas rosas, no imaginó que aquel niño cambiaría su vida. Ella había estado canturreando bajito, como siempre hacía cuando cuidaba el jardín, aspirando el perfume de la tierra y deleitándose con la sensación de verla escurrirse entre los dedos. El cálido sol de septiembre lucía en el cielo, y el sonido constante de las olas batiendo en el espigón se juntaba con el agradable zumbar de las abejas y el trinar de los pájaros. Su gato gris ceniciento estaba dormido a su lado, su cola moviéndose de vez en cuando, debido a algún sueño felino.
Una mariposa se posó silenciosamente en su mano y Yoko acarició el borde de las alas azules con la yema de los dedos. Y en el instante que la soltó, Yoko escuchó el ruido. Al mirar hacia arriba, vio un rostro observando cerca de las rosas.
La sonrisa de Yoko apareció rápido, de forma natural. El pequeño rostro era encantador, con su barbilla empinada y la naricita respingona, sus grandes ojos verdosos. Los cabellos castaños y brillantes completaban el cuadro. El pequeño sonrió a su vez, su mirada cargada de curiosidad y travesura.
-Hola- Yoko saludó como si siempre se encontrara a muchachitos en medio de sus rosas
-Hola- la voz del pequeño era clara y algo jadeante -¿Consigues coger mariposas con las manos? Yo nunca he podido coger un bichito como ese.
-Creo que sí. Pero quizás sea una falta de educación intentarlo sin que ellas nos den su permiso.
El muchacho se apartó los cabellos de la cabeza y se sentó apoyándose en los talones. Yoko se había fijado en un camión de mudanzas el día anterior, y llegó a la conclusión de que estaba conociendo a uno de sus nuevos vecinos.
-¿Te has mudado a la casa de aquí al lado?
-Hum. Ahora vamos a vivir aquí. Me gusta, porque solo tengo que mirar por la ventana de mi habitación y ya veo el mar. Vi una foca, ¿sabías? En Boston solo se ven focas en el zoológico. ¿Puedo acercarme a ti?
-Claro que sí- Yoko dejó la pala de jardín en el suelo mientras el pequeño pasaba por los rosales. En los brazos tenía un quejoso cachorrito -¿Y a quién tenemos aquí?
-Este es Sunny- el pequeño presionó sus labios, en un beso cariñoso, en la cabeza del cachorro –Es un trevier, perros de caza. Yo mismo lo escogí, un poco antes de marcharnos. Tengo que cuidar bien de él, darle comida y agua y cepillarlo, porque es mi responsabilidad.
-Es muy bonito- dijo Yoko, con expresión seria. Y tiene que ser muy pesado, imaginó, para un pequeño de cinco o seis años. Extendió los brazos -¿Puedo cogerlo un poco?
-¿Te gustan los perros?- el pequeño continuó parloteando, mientras le pasaba a Sunny –A mí me gustan. Me gustan los gatos, de todo. Hasta los hamsters de Billy Walker. Algún día tendré también un caballo. Vamos a pensar en ello. Es lo que dice mi madre "Ya lo pensaremos"
Encantada, Yoko acarició al cachorro mientras este la olisqueaba y lamía. El pequeño era tan dulce como un rayo de sol.
-A mí me gustan los perros, los gatos, todos los bichitos- dijo –Mi primo tiene algunos caballos. Dos grandes y un potro muy jovencito.
-¿De verdad?- el pequeño se agachó y empezó a acariciar al gato dormido -¿Podré verlos?
-No vive muy lejos de aquí, así que algún día te llevo. Pero tendrás que pedirles permiso a tus padres.
-Tengo dos madres, pero una de ellas se fue al cielo. Ahora es un ángel.
Yoko sintió que se le encogía el corazón. Extendió el brazo, tocó los sedosos cabellos del pequeño y se permitió sentir. No había dolor, y eso fue un alivio. Los recuerdos eran buenos. Bajo su toque, el pequeño alzó la mirada y sonrió.
-Me llamo Sam dijo
-Y yo Yoko- creyendo imposible resistirse, ella se inclinó y beso la punta de su naricita respingona.
Hechas las presentaciones, Sam se acomodó y comenzó a bombardear a Yoko con preguntas, filtrando la información sobre sí mismo en el transcurso de la animada conversación. Acababa de celebrar su cumpleaños, tenía seis años. El martes comenzaría primaria en la nueva escuela. El color que más le gustaba era el violeta, y lo que más detestaba en la vida eran las judías. ¿Yoko podría enseñarle a plantar? ¿Cómo se llamaba el gato? ¿Tenía hijos? ¿Por qué no?
Así se quedaron, sentados bajo el sol, un pequeño lindo y travieso usando un mono azul y una mujer, en shorts con las piernas bronceadas sucias de tierra, mientras Quigley, el gato, ignoraba los intentos de juego de Sunny, el perro.
Los cabellos cortos y negros de Yoko estaban amarrados, sin mucho cuidado, y de vez en cuando, un mechón escapaba de la cinta para danzar alrededor de su cuello. No llevaba ningún tipo de maquillaje. Su belleza frágil y encantadora era tan natural como su poder, facciones tailandesa, ojos avellana, los labios carnosos y poéticamente esculpidos de los Apasra . Su rostro era el espejo de su generoso corazón. El cachorro avanzó para olisquear las hierbas del parterre. Yoko rió de algo que Sam dijo.
-¡Sam!- una voz resonó por encima del cercado de rosas, con un tono de evidente preocupación -¡Sam Malisorn!
-¡Epa! Ha dicho mi nombre entero- pero los ojos del pequeño brillaban cuando se puso de pie de un salto. Era obvio que no tenía mucho miedo a una bronca -¡Estoy aquí! ¡Mamá, estoy aquí con Yoko! ¡Ven a ver!
Al instante siguiente había una mujer mirando por encima de las rosas. Ni siquiera era necesario tener un don para detectar las ondas de frustración, alivio e irritación. Yoko parpadeó, sorprendida por el hecho de que aquella mujer seria fuera la madre de aquel pequeño que, en ese momento, saltaba y se sacudía a su lado.
Tal vez fueran las facciones irritadas lo que la hacía parecer tan peligrosa, pensó. Sin embargo, lo dudaba. Un rostro de trazos firmes y angulosos, y los labios finos presionados en un rictus de enfado. Tenía trazos parecidos a los del hijo y los ojos eran de un gris brillante, oscuros ahora por la expresión de impaciencia. Tenía cuerpo atlético y desconcertadamente fuerte, llevaba una camiseta roja tipo ajedrez y vaqueros. Posó su mira irritada e indiscutiblemente desconfiada sobre Yoko, antes de volver su atención al hijo.
-Chico, ¿no te dije que te quedaras en el porche?
-Creo que sí- el pequeño sonrió, triunfante –Sunny y yo escuchamos a Yoko cantar y, cuando miramos, ella estaba agarrando una mariposa en sus manos. Y ella me dijo que yo podía entrar. Tiene un gato, ¿ves? Y su primo tiene caballos, y su otra prima tiene un gato y un perro.
Obviamente acostumbrado al parloteo del hijo, la madre esperó.
-Cuando te digo que te quedes en el porche y no obedeces, me preocupo.
Fue una sencilla afirmación, dicho en un tono normal. Yoko  respetó el hecho de que la mujer no tuviera que elevar la voz ni disparar ultimatos para mostrarle que tenía la razón. Ella se sintió tan reprendida como Sam.
-Discúlpame, mamá- murmuró Sam, poniendo morritos
-Yo también le debo disculpas, ¿señora...?- Yoko se levantó y posó la mano en el hombro de Sam. A fin de cuentas, parecía que los dos estaban en eso juntos.
-Faye Malisorn - respondió mirándola
-Realmente lo invité a entrar, y estaba disfrutando tanto de su compañía que no se me ocurrió pensar que usted podría estar buscándolo.
La mujer se quedó en silencio un instante, se limitaba a mirarla con aquellos ojos, Yoko se perdió en ellos mirándola a su vez. Cuando desvió la mirada hacia su hijo, Yoko se dio cuenta de que había estado aguantando la respiración.
-Tienes que llevar a Sunny a casa y darle de comer.
-Está bien- Sam cogió al cachorro, que parecía no querer, y se paró cuando la madre inclinó la cabeza.
-Y también darle las gracias a la señora...
-Señorita- Yoko corrigió –Apasra . Yoko Apasra
-Bien, dale las gracias a la señorita Apasra por la paciencia que ha tenido contigo.
-Gracias por tener paciencia conmigo- dijo Sam, en tono gentil, bien practicado, pero le envió a Yoko una mirada de conspiración -¿Puedo volver en otro momento?
-Espero que vuelvas
Mientras pasaba por la cerca de las rosas, Sam le ofreció una radiante sonrisa a la madre.
-No quería dejarte preocupada, mamá. De verdad
Ella se agachó y le rozó su nariz con la suya.
-Pequeñajo- Yoko escuchó la riqueza de ese amor bajo el tono exasperado.
Con una sonrisa, Sam corrió por el porche, el cachorro sacudiéndose en sus brazos. La sonrisa de Yoko desapareció en el momento en que aquellos ojos grises y fríos se giraron hacia ella.
-Es un niño absolutamente adorable- Yoko comenzó, sorprendida por tener que secarse sus palmas húmedas en el short –Pido disculpas por no haber comprobado si usted sabía dónde estaba, pero espero que le deje volver a visitarme.
-No era responsabilidad suya- la voz era serena, ni amigable ni antipática. Yoko tuvo la incómoda certeza de que estaba siendo analizada, desde sus cabellos hasta los tenis sucios de tierra –Sam es un niño de naturaleza curiosa y amigable. A veces, incluso demasiado. No sabe que, en este mundo, existen personas capaces de aprovecharse de eso.
Igualmente serena, Yoko inclinó la cabeza.
-Estoy completamente de acuerdo, sra. Malisorn. Sin embargo, le puedo asegurar que raramente me como niños para desayunar.
Ella sonrió, un lento curvar de labios, que desvaneció la dureza de su fisonomía y la sustituyó por una belleza devastadora.
-No hay duda de que usted no encaja en la imagen que tengo de un ogro, srta. Apasra. Ahora soy yo quien le pide disculpas por haber sido tan arisca. Sam me dio un gran susto. Apenas acabo de comenzar a desempacar y ya pensé que había perdido a mi hijo.
-No sabía dónde estaba, es diferente- Yoko intentó otra sonrisa cautelosa. Miró por encima del hombro de la otra, hacia el piso de madera al otro lado de la cerca, con las ventanas grandes y una amplia terraza. Aunque le gustara su privacidad, se puso contenta porque la casa vecina no iba a permanecer más tiempo vacía –Es bueno tener a un niño cerca, especialmente siendo tan divertido como lo es Sam. Realmente espero que le permita venir a visitarme de vez en cuando.
-Muchas veces me pregunto si le permito en realidad que haga lo que sea- pasó el dedo por un rosa –A no ser que alce usted un muro de dos metros, él va a volver- y por lo menos ella sabría dónde buscar, si desaparecía de nuevo –No tenga miedo de mandarlo a casa cuando abuse de su hospitalidad- metió las manos en los bolsillos –Será mejor que compruebe que no le está dando nuestra cena a Sunny.
-¿Sra. Malisorn ?- dijo Yoko, cuando ella ya se había girado –Sea bienvenida .
-Gracias- los pasos largos la llevaron a través del césped hacia la terraza y después a la casa. Yoko se quedó allí un rato más. No conseguía recordar la última vez que el aire se había agitado por allí con tanta energía. Dejando escapar un largo suspiro, se agachó para recoger las herramientas de jardinería, mientras Quigley se enroscaba en sus piernas.
Sí, ciertamente no lograba recordar la última vez que sus manos se habían humedecido solo porque una mujer la mirara. Bueno, si siquiera recordaba si algún día había sido mirada de aquella manera. Mirada, observada y analizada, todo de una sola vez. Una habilidad muy interesante, pensó mientras guardaba las herramientas en el invernadero.
Es más, madre e hijo formaban una pareja muy interesante. Mirando a través de las paredes de vidrio del invernadero, Yoko observó la casa localizada en el centro de la parcela vecina. Como eran sus vecinos más cercanos, reflexionó, era natural sentirse curiosa respecto a ellos. Yoko también era lo suficientemente sabia y había aprendido, a través de muchas y dolorosas experiencias en carne propia, a tener cuidado para no dejar que sus reflexiones la llevaran a una relación que sobrepasara la natural amistad.
Había muy pocas y preciadas personas capaces de aceptar lo que no pertenecía al mundo común. El precio que tenía que pagar por su don era un corazón vulnerable, y ella ya había sufrido muchas veces la frialdad del rechazo. Sin embargo, no insistió en eso. En verdad, cuando pensó en la mujer y en el pequeño, Yoko sonrió. Qué habría hecho Faye, se preguntó con una risita, si le dijera que aunque no fuera un ogro que devora niños, sí era, en realidad, una hechicera.
POV Faye
En la cocina soleada y tan desorganizada que hasta dolía, Faye Malisorn hurgó en una caja hasta encontrar una espumadera. Sabía que la mudanza a Maine había sido positiva, pero ciertamente había subestimado el tiempo, el trabajo y la inconveniencia generalizada de empaquetar una casa entera y después desempaquetarla en otro lugar.
Qué llevar, qué dejar. Contratar a la empresa de mudanzas, la empresa de transportes que llevaría su coche, cargar el cachorro del que Sam se había enamorado. Justificar la decisión a sus ansiosos abuelos, matricularlo en la escuela, comprar el material escolar...Dios, ¿tendría que pasar por aquella pesadilla cada otoño durante los próximos once años?
Por lo menos, lo peor ya había pasado. Así lo esperaba. Todo lo que tenía que hacer ahora era vaciar las cajas, encontrar un sitio para todo y transformar una casa extraña en un hogar.
Sam estaba feliz. Eso era, y siempre había sido, lo más importante para ella. Sin embargo, reflexionó mientras cocinaba la carne para hacer un chili, Sam sería feliz en cualquier sitio. Su personalidad abierta y la notable capacidad para hacer amigos eran tanto una bendición como un motivo de sorpresa. Faye siempre se asombraba al ver que un niño que había perdido a una de sus madres a la tierna edad de dos años pudiera estar tan intacto, tan alegre y tan completamente normal.
Y sabía que, si no fuera por Sam, ella seguramente se habría vuelto loca cuando Lux murió.
Faye ya no pensaba tanto en Lux, ahora, y eso a veces le provocaba un sentimiento de culpa. La había amado, Dios, la había amado tanto, y el hijo que habían tenido era una herencia viva y palpitante de ese amor. Sin embargo, ya hacía más tiempo que estaba sin ella de lo que había vivido con ella, y, aunque intentara apegarse a la tristeza como una prueba de amor que las unía, poco a poco esta desaparecía ante las exigencias y presiones de la vida cotidiana.
Lux se había ido, pero Sam estaba ahí. Y había siendo pensando en ellos que Faye había tomado la decisión de mudarse. En Boston, en la casa que ella y Lux habían comprado cuando la morena estaba embarazada existían demasiados lazos con el pasado. Sus padres y la abuela de Lux vivían cerca, a unos diez minutos en coche. Al ser el único nieto de sus padres y único bisnieto por parte de Granny, Sam se había convertido en el centro de las atenciones y objeto de una sutil competición.
En cuanto a ella, Faye estaba cansada de los consejos constantes y de las críticas bondadosas, y a veces no tanto, de sus padres. Y, por supuesto, de los esfuerzos que hacían para que volviera a casarse. Una mujer tan joven y bonita necesita a alguien, decían. Su madre había decidido que su objetivo en la vida sería encontrarle la mujer perfecta para que llenara sus expectativas.
Porque todo eso comenzaba a enfurecerla, y porque se había dado cuenta de lo difícil que sería continuar en aquella casa y hundirse en los recuerdos que contenía, decidió mudarse.
Faye podría trabajar en cualquier sitio. Este lugar había sido la elección final debido a la calma que el lugar le proporcionaba. Y porque, de cierta manera, una voz interior le decía que aquel era el lugar correcto. Para los dos.
Le gustaba poder mirar por la ventaba y ver el mar. Sin duda, le gustaba no estar rodeada de vecinos, pues era Lux quien adoraba estar rodeada de gente. Faye también apreciaba el hecho de que la distancia hasta la carretera era bastante para apagar el ruido del tráfico.
Sencillamente parecía que allí era el sitio perfecto. Sam ya comenzaba a ubicarse por los alrededores. Era verdad que se paralizaba de miedo cuando lo buscaba y no lo encontraba en ningún sitio. Sin embargo, ya debería saber que él siempre encontraría a alguien para hablar, a quien hechizar.
Y la mujer...
Frunciendo el ceño, Faye tapó la sartén y dejó que el chili se fuera haciendo. Aquello había sido muy extraño, pensó mientras se servía una taza de café y se dirigía al porche. Con una simple mirada posada en ella, supo que Sam estaba a salvo. No había nada excepto bondad en aquellos ojos avellana. Su actitud no fue por desconfianza, sino por la reacción incontrolable de su propio cuerpo, sus músculos se tensaron y su voz se enronqueció.
Deseo. Un repentino deseo, doloroso y totalmente inesperado. No había sentido ese tipo de reacción por una mujer desde...Sonrió consigo misma. Desde nunca. Con Lux siempre había sido una certeza tranquila, un dulce e inevitable encuentro que siempre guardaría como un tesoro en la memoria.
Lo que había sentido hacía un momento, sin embargo, fue como si estuviera siendo tragada por una ola cuando se está luchando por llegar a la orilla.
Bueno, ya hacía bastante tiempo, recordó mientras observaba una gaviota sobrevolar el agua. Una reacción normal ante una mujer bonita era fácilmente justificable y explicable. Y ella era bonita, de una manera serena, exótica, que era exactamente lo opuesto a su reacción tan violenta. Se reprendió por ello. A fin de cuentas, no tenía tiempo ni ganas para cualquier tipo de reacción ante ninguna mujer.
Tenía que pensar en Sam.
Metiendo la mano en el bolsillo, cogió un cigarrillo y lo encendió, reparando apenas que sus ojos estaban fijos en la cerca de las delicadas rosas.
Yoko, pensó. El nombre pegaba con ella. Reina, tenía un cierto porte de realeza, elegante...Diferente.
-¡Mamá!
Faye se llevó un susto, se sintió culpable como una adolescente pillada fumando en el baño de la escuela. Se limpió la garganta y miró avergonzadamente al hijo que la encaraba.
-Bah, dale una tregua a tu madre, chico. Ya solo consumo medio paquete al día
Él se cruzó de brazos
-Eso te hace mal. Deja tus pulmones sucios.
-Lo sé- Faye tiró el cigarro, incapaz de darle la última calada cuando aquellos ojitos vivarachos la condenaban –Voy a dejar de fumar, te lo prometo.
Sam sonrió. Una sonrisa tan adulta y desconcertante, que decía "sí, claro que sí", que ella se metió las manos en los bolsillos.
-Dame un respiro, director- dijo, en una pasable imitación de James Cagney –No me vas a poner de castigo solo por una calada
Riendo, y ya perdonado por el escapadita, Sam fue a abrazarla.
-Eres una boba
-Ya...- Faye lo cogió por los codos, y lo levantó para darle un sonoro beso en el rostro –Y tú un enano
-Un día estaré más alto que tú- Sam enroscó las piernas alrededor de la cintura de la madre y se echó hacia atrás, hasta que casi tocar el suelo con la cabeza. Era uno de sus juegos preferidos.
-Lo dudo- ella lo agarró con firmeza –Siempre seré mayor que tú- lo alzó hacia arriba, lo más alto que pudo haciendo que él gritase, riendo –Y más lista, más fuerte...- le mordisqueó la barriga, provocando que se retorciera de risa –Y más bonita
-¡Y la que más cosquillas tiene!- gritó él triunfante, haciéndole cosquillas en la espalda. La había pillado. Faye se dejó caer en el banco del porche, arrastrándolo con ella.
-¡Está bien! ¡Está bien! ¡Me rindo!- recobró el aliento y lo abrazó –Siempre serás más rápido- Con su pequeño rostro enrojecido y los ojos brillando, se acomodó en su regazo.
-Me gusta nuestra nueva casa
-¿De verdad?- Faye le acarició el pelo, adorando siempre sentir la textura de ellos en su mano –A mí también, chico
-¿Después de cenar podemos ir a la playa a buscar focas?
-Pues claro
-¿Sunny también puede?
-Sunny también- como ya había pasado por las experiencias de las "suciedades" en la alfombra y los calcetines masticados, miró alrededor -¿Dónde está?
-Echándose un sueñecito- Sam recostó la cabeza en su pecho –Estaba muy cansado.
-No es para menos. Ha sido un día muy agitado- sonriendo, Faye besó la cabeza del hijo, lo notó bostezar y calmarse.
-Mi día preferido. He conocido a Yoko- sintiendo sus ojos pesados, los cerró, acunado por el palpitar del corazón de su madre –Es guay. Me va a enseñar a plantar flores
-Hu-hum
-Ella conoce todos los nombres de las flores- Sam bostezó de nuevo, y cuando habló, la voz ya estaba ronca de sueño –Sunny lamió su rostro y a ella ni le importó. Solo rió. Tiene una bonita risa, parecía un hada- murmuró Sam, adormeciéndose.
Faye volvió a sonreír. La imaginación del pequeño...Herencia suya, le gustaba pensar. Lo sujetó delicadamente mientras dormía.
POV Yoko
Yoko caminaba por la rocosa playa al atardecer, inquieta. Sencillamente no conseguía quedarse dentro de casa trabajando con sus plantas y hierbas cuando era asaltada por aquella sensación de inquietud.
La brisa apartaría esa inquietud, pensó, alzando el rostro hacia el húmedo viento. Una buena caminata y pronto encontraría de nuevo la satisfacción, la paz que para ella era tan vital como respirar.
En circunstancias diferentes habría llamado a uno de sus primos y sugerido que salieran. Sin embargo, imaginó que Ize debía estar muy bien acurrucada al lado de Marissa. En aquella etapa del embarazo, necesitaba descasar bastante. Y Becky aún no había vuelto de la luna de miel.
No obstante, ella nunca se incomodaba por estar sola. Le gustaba la soledad de la larga y curva playa, el ruido de las ondas batiendo contra las piedras.
De la misma forma en que le gustaba el sonido de las risas de un pequeño y de una mujer que fluctuaba por el aire hasta llegar a ella, aquella tarde. Había sido un sonido agradable, del que necesitaba formar parte.
Ahora, cuando el sol se desvanecía por el horizonte, esparciendo los colores por el cielo, Yoko sentía que la inquietud disminuía. ¿Cómo no podría sentirse bien allí, sola, admirando la magia de un tranquilo día?
Se subió en un tronco abandonado en la arena, lo bastante cerca del agua para que la humedad refrescase su rostro y mojara su falda. Distraída, saco una piedra del bolsillo, la frotó entre sus dedos mientras veía el sol desaparecer más allá del flameante mar.
La piedra se calentó en su mano. Yoko miró la pequeña gema transparente, con vetas perladas que emitían un leve brillo bajo la difusa luz del sol poniente. Piedra de luna, pensó divertida. Magia lunar. Una protección para los viajeros nocturnos, una ayuda para el autoanálisis. Y claro, un talismán muy usado para promover el amor.
¿Era eso lo que estaba buscando esa noche?
En el instante en que se rió de sí misma y volvió a guardar el talismán en el bolsillo, escuchó a alguien gritando su nombre.
Allí estaba Sam, corriendo por la playa y seguido de cerca por el rechoncho cachorro. Y por su madre, que caminaba algunos metros atrás como si dudara en si acortar la distancia o no. Yoko pensó durante un momento si la exuberancia natural del pequeño hacía que la mujer pareciera aún más seria.
Yoko descendió del tronco y, de una manera que le pareció lo más natural y automática, cogió a Sam por el aire, dando un giro con él, y abrazándolo.
-¡Hola de nuevo mi rayo de sol! ¿Tú y Sunny están buscando conchas de hadas?
Sam desorbitó los ojos
-¿Conchas de hadas? ¿Cómo son?
-De la manera que quieras. Al ponerse el sol o cuando sale...son las únicas horas en que puedes encontrarlas.
-Mamá dice que las hadas viven en el bosque y generalmente se esconden porque las personas no siempre saben cómo tratarlas.
-Es verdad- rió Yoko y dejó al pequeño en el suelo –Pero también les gusta el mar y las montañas
-Me gustaría encontrar una, pero mamá dice que casi nunca conversan con las personas como solían hacer, porque nadie cree en ellas de verdad, excepto los niños.
-Eso es porque los niños siempre están cerca de la magia- Yoko miró hacia arriba, mientras hablaba. Faye los había alcanzado y el sol poniéndose a sus espalda proyectaba sombras en su rostro, dándole una expresión al mismo tiempo peligrosa y cautivadora –Estamos hablando sobre las hadas- dijo
-He escuchado
Faye puso la mano en el hombro de Sam. Aunque era un gesto sutil, el significado era claro como el cristal: Es mío.
-Yoko dice que hay conchas de hadas en la playa y que solo se pueden encontrar cuando el sol nace o se pone. ¿No puedes escribir una historia sobre ellas?
-¿Quién sabe?- la sonrisa dirigida a su hijo fue suave y amorosa. Cuando miró de nuevo a Yoko, sintió un escalofrió recorrerle la espina –Hemos interrumpido su paseo.
-No- exasperada, Yoko se estremeció. Comprendía que había querido decir que ella había interrumpido el paseo de ellos –Solo estaba admirando el mar un rato, antes de ir a casa. Ya está refrescando.
-Hemos comido chili para cenar- dijo Sam, sonriendo -¡Y estaba caliente! ¿No quieres ayudarme a buscar las conchas?
-Quizás otro día- cuando su madre no estuviera por los alrededores lanzándole dardos con los ojos –Ya está oscureciendo, y tengo que volver a casa- deslizó la yema del dedo por la naricita del pequeño –Buenas noches- asintió fríamente a la madre
Faye se quedó mirándola mientras Yoko se alejaba. Quizás no tuviera tanto frío, pensó, si llevara algo que le tapara las piernas. Aquellas piernas bronceadas, bien torneadas. Exhaló un suspiró largo e impaciente.
-Vamos, chico. Corriendo para casa.

BELIEVE (FAYEYOKO)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora