4. El mundo de Martin

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Martin, un mozo de tan solo 18 años, echaba de menos su vida en el campo, aquel campo verde lleno de flores rosas y moradas que hacían de la vista algo espectacular desde su humilde casa en un pequeño pueblo de Salamanca, pueblo y casa que se habían visto obligados a dejar atrás tras la repentina muerte de su padre hacía 2 años.

Junto a su madre, Matilde, y su hermana pequeña Carmen, de 14 años, había tenido que emigrar a la ciudad en busca de un trabajo que les permitiese vivir. Un trabajo como el que realizaban ahora en aquel edificio de posibles y que habían conseguido gracias a la ayuda de una vieja amiga que Matilde tenía en la capital, Lorena.

El trabajo no era gran cosa, Matilde se ocuparía de llevar la portería de dicho edificio, controlar quién entra y sale en cada momento, recoger las cartas y el periódico cada mañana para los señores del edificio y mantener limpio el edificio en todo momento.

Los señores la habían acogido muy amablemente y para su sorpresa le habían permitido que sus dos hijos, Martin y Carmen, se quedasen a vivir con ella y el resto de sus compañeras en el altillo de aquel edificio, lugar destinado para el descanso del servicio, a cambio de que ambos muchachos ayudasen a su madre en las tareas de mantenimiento y limpieza del edificio y un pequeño jornal para cada uno, insignificante casi. Un acuerdo con el que estuvieron de acuerdo todos. Los tres miembros de la familia por fin tendrían un techo bajo el que vivir, comida que llevarse al buche cada día y un pequeño salario a cambio de ello, lo suficiente para sobrevivir.

Nada más llegar a aquel edificio Martin pensó en la suerte que tenían algunas personas de haber nacido en una familia con posibles y una casa, en la que, sin mucho esfuerzo (muchas veces por herencias de antepasados), el dinero entraba, disfrutando de pequeños lujos como lo eran aquellas ropas de calidad, comidas abundantes y variadas a lo larga del día, etc. Él y su hermana nunca habían tenido esa suerte, tampoco sus padres ni sus abuelos.

En el pueblo de Salamanca en el que vivían antes de mudarse a la capital, los dos hermanos se dedicaban a ayudar a su padre en el cuidado de los animales y de las tierras del terrateniente de aquel pequeño pueblo. En algunas ocasiones su hermana Carmen también debía ir a ayudar a su madre, Matilde, en la limpieza de la casa del mismo.

Habían llegado a un acuerdo con él. La limpieza de la casa del terrateniente y el laburo de parte de sus tierras y animales a cambio de quedarse ellos, únicamente, con el 20% de lo extraído en cada campaña. Por supuesto, el otro 80% iría para el terrateniente y su familia, quiénes se encargarían de venderlo a terceros para ganar él más dinero. Aquello, en muchas ocasiones, les permitía vivir a duras penas, pero no es que desde su posición y clase social pudiesen pedir mucho más. Trabajar cada día para sobrevivir era único que podían hacer.

A Martin su vida en el pueblo le hacía feliz, a pesar de todo el trabajo que tenía que desempeñar cada día. Allí podía correr por él campo o tumbarse a contemplar el cielo y sus pájaros cada mañana antes de la jornada laboral.

Pero había algo que a Martin le hacía especialmente feliz. A cambio del cuidado de sus animales, en este caso los caballos, el terrateniente le dejaba hacer usos de ellos y dar paseos, muy de vez en cuando, por el campo subido a su lomo.

A Martin le encantaba pasar tiempo con los caballos por lo que, normalmente, su padre le dejaba a él la limpieza de los establos, su aseo y alimentación. Sabía de la gran pasión que su hijo había generado por dichos animales y le gustaba ver a su hijo trabajar así de feliz.

Todas las noches, el mayor de los hermanos, soñaba con algún día poder dedicarse al mundo de los caballos. Cuidar de ellos, alimentarlos y ayudarles a estar sanos. Aquella ilusión se había esfumado de su vida, como una hoja que es arrastrada por el viento fuerte, llevándola muy lejos de su punto de partida, tras su partida a aquella gran ciudad. Allí Martin no solía ver caballos ni mucho menos pasar tiempo con ellos. Solo alguna vez, veía a aquellos que utilizaban para transportar en los majestuosos carruajes a los señores de posibles.

Escalera 423Donde viven las historias. Descúbrelo ahora