7. El poder de la amistad

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Martin había salido corriendo de aquel portal sin mirar atrás, como si algo o alguien le hubiese arrastrado a salir de allí cuánto antes. No aguantaba la arrogancia de aquel señorito, pero lo que más le había dolido era que Luisa parecía haberse puesto de su lado. Había dejado en la estacada a un compañero para posicionarse del lado de aquel señorito que tan mal le había tratado desde su llegada a Madrid. Solo sus compañeros sabían las palabras hirientes que el señorito dedicaba cada segundo de su día hacia la criada, desde insultos hasta menosprecios sobre sus quehaceres, entre otros.

Los lloros de aquella joven en el altillo no dejaban indiferente a nadie. Cuando llegaba temblando porque el señorito le había tratado mal otro día más, eran ellos, sus compañeros de trabajo, los que la consolaban y acababan consiguiendo que la chica se calmase hasta que acababa rendida y dormida tras una dura jornada laboral. A veces, a la joven le costaba dormir porque se despertaba con pesadillas por el infierno que estaba pasando desde que había empezado a trabajar en aquella casa y al que se veía obligada a atender cada día a aquel señorito que parecía odiarla tanto sin una razón justificada aparente.

Y, ahora, cuando había sido un compañero suyo el que se había visto atacado cruelmente por aquel señorito de temple chulesco, ella le había dado la espalda, como si eso no fuese con ella. Como si todo lo que habían hecho los demás por ella cada noche para consolarla no fuese suficiente. Como si todos los desprecios de su señorito se hubiesen esfumado con el aire frío de Madrid.

Martin no era rencoroso, pero aquello fue lo que molestó realmente de esa situación. Lo que le había llevado a huir de allí sin mirar atrás. No podía creerlo. No podía ser real la mirada de reproche que Luisa le había lanzado a Martin hace apenas unos instantes, intentando que el mozo dejase de responderle así al señorito. Martin no era así. No ante las injusticias. Aquella mirada de reproche había conseguido clavarse en lo más profundo de su corazón, como un puñal que se retuerce constantemente buscando hacer más y más daño, hasta que la persona dañada se queda exhausta frente al dolor y deja de luchar.

Recordar todo ello estaba consiguiendo atormentarle más de lo esperado. Por eso había huido, iniciando así una marcha sin un rumbo fijo, un rumbo que ni él mismo sabría dónde tendría su punto final.

Al cabo de un par de decenas de minutos caminando sin parar, acabo allí, sentado en una fuente de hormigón frío con la mirada perdida, con mil pensamientos en la cabeza y con ninguno al mismo tiempo. Como si se le hubiese olvidado pensar.

Con las prisas no había cogido ninguna chaqueta y el frío de diciembre se estaba colando por todos y cada uno de sus huesos, agarrotándolos a su paso e impidiendo sus correctos movimientos. Ya ni siquiera sentía ni sus pequeños dedos del pie. Pero se negaba a volver al edificio. Se negaba a volver a verle la cara al desagradable del señorito.

De repente, con la aparición de aquel animal una paz pareció instalarse en su pecho, aportándole algo de calor a éste y expandiéndose a sus huesos, haciéndole olvidar el frío que había empezado a sentir. Su brazo se estiró lo suficiente como para permitirle rozar con la yema de los dedos el suave pelaje del caballo blanco con manchas marrones que se había acercado a refrescarse junto a su dueño hasta la fuente en la que Martin se encontraba sentado.

Con un sutil movimiento de cabeza, Martin preguntó a aquel amable señor si podía acercarse más a su caballo, quién aceptó su petición de inmediato mientras se sentaba a descansar y almorzar en el banco que había justo a su derecha, dejando a Martin solo en presencia de aquel caballo. En ese mismo instante, Martin pudo sentir de nuevo la inmensa alegría y admiración que se instalaba en su interior cada vez que uno de estos animales se encontraba cerca de él.

Cuando vivía en el pueblo, pasaba todos los días en compañía de estos animales, lo cual le hacía inmensamente feliz. Sin embargo, desde que se habían mudado a la ciudad, el mozo había dejado de compartir tanto tiempo con ellos, muriendo con él una parte de sí mismo.

Escalera 423Donde viven las historias. Descúbrelo ahora