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Desorientado.

Sí, así era. Arin estaba desorientado.

Y no lo entendía ni sabía el por qué.

¿Qué era él en realidad?

Para los humanos era más fácil, nacen sabiendo lo que son de cierta forma. Sus personalidades se van desarrollando a través de los años, siendo afectadas por las creencias propias y el entorno que les rodea durante los años claves del desarrollo.

Un niño sobreprotegido temerá de todo, un niño abandonado no le temerá a nada.

Los humanos, criaturas creadas a imagen y semejanza de Dios para los religiosos, evolucionados del mono para los creyentes en las teorías científicas. Seres desarrollados capaces de pensar, discernir entre el bien y el mal, tomar decisiones complejas y velar por la seguridad propia y de sus pares.

Con un corazón latente, un cuerpo con órganos y un alma que encapsula toda la forma de ser, que guarda el dolor que la vida provoca, que se va marcando y corrompiendo a medida que avanzan los años y la maldad logra colarse entre las grietas del camino de la vida.

Arin no poseía nada de eso, y tampoco lo haría. Era un androide, algo artificial que nunca lograría alcanzar la verdadera vida, que estaba programado para vivir y actuar de cierta manera para conveniencia de terceros, una máquina sin la capacidad de pensar por sí mismo y de tomar sus propias decisiones.

¿Era feliz con eso?

¿Siquiera podía reconocer emociones en él mismo?

Arin no vivía, se mantenía despierto porque aquella era la voluntad de Quackity, y si este le pedía que se apagara, él lo haría sin dudar, esa era su tarea. Pero no evitaba que algo de sí deseara que las cosas fueran distintas.

¿Tendría acaso la oportunidad de lograrlo?

Esperaba, con tanta paciencia como poseía, que la vida le aclarara su camino, que algo o alguien le señalara lo que debía hacer y cómo debía actuar.

Arin no se entendía, y tampoco podía recurrir a alguien por ayuda. Los libros que habían por el castillo trataban de historias fantásticas con un final alegre, donde el denominado villano era derrotado por quien era considerado el héroe. Los pocos libros que habían sobrevivido en el taller habían sido escritos por su primer creador Elquackity, de una manera en la que solo él podía entenderlos, y por más que intentara buscar entre ellos las respuestas a lo que pasaba por su mente, solo encontraba párrafos y párrafos de explicaciones sobre sus sistemas, su funcionamiento y su mantención.

Nada que le explicara si lo que sentía estaba bien o estaba mal.

Si tan solo pudiera estar frente a Elquackity por cinco minutos y preguntarle qué le estaba ocurriendo, por qué parecía estar actuando fuera de sus límites y qué eran esas ideas muy fuera de su programación que se le cruzaban por la cabeza cuando de Quackity se trataba.

El humano era un rompecabezas imposible de resolver, con incontables emociones retenidas, un comportamiento impredecible y una vulnerabilidad que dejaba a la vista solo cuando la luna reinaba sobre el cielo. Había intentado descifrar su personalidad durante los primeros días para poder ajustarse de mejor manera a él, pero no lo consiguió, Quackity podía reaccionar de mil formas distintas a la misma situación, y esa incertidumbre de no saber cuál sería la siguiente no le había dejado continuar su tarea.

Y en algún punto, comenzó a actuar por instinto.

Instinto, era gracioso de solo pensarlo. Un androide no tiene instinto, no es propio de él, y sin embargo Arin actuaba por instinto cuando se trataba del humano. Si veía triste a Quackity y creía que un baño mejoraría su estado de humor, iba y le preparaba un baño con las hierbas de siempre. Si lo notaba más cansado de lo habitual, se encargaba de las tareas más agotadoras y le dejaba a él las más fáciles de realizar, sin que lo notara.

La estrella del creador [Arinckity]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora