PRÓLOGO.

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Seis y treinta minutos de la mañana. El cielo empezaba a pintarse de color azul.
Sergio estaba recostado boca abajo sobre la cama, brazos y piernas extendidos, abarcando en su totalidad el colchón. No lo hacía por comodidad, sino por sentir una pizca de placer. Hacía mucho tiempo que no tenía la cama disponible sólo para él.

El despertador sonó.

Sergio se levantó de la cama y caminó hasta el cuarto de baño. Se lavó la cara y cepilló sus dientes.
Aún frotándose los ojos, se dirigió a la cocina. Abrió la nevera y sacó diversos ingredientes. Estaba por preparar panqueques para el desayuno y un par de emparedados como el almuerzo de su hijo.

A las siete, despertó a Sergio Jr.; le pidió que se bañara, le ayudó a vestirse y sirvió el desayuno. Mientras su hijo comía, a la vez que tarareaba una canción, Sergio miró los recados del día. En la entrada del comedor, colgado, había un pizarrón donde se anotaban todos los deberes o citas del día. Suspiró disgustado, reunión escolar de padres.

El ciclo escolar había comenzado el lunes de esa semana. Y la escuela determinó que ese mismo viernes se realizaría la primera junta de padres del año.

Toda la semana intentó olvidarse del tema, mas el día finalmente llegó. No odiaba los asuntos escolares, ni los consideraba una obligación. Asistía a todos los festivales en que participaba el pequeño; incluso era parte de las actividades extra- escolares que el colegio organizaba, como plantar árboles en familia, o ayudar a pintar salones, hacer murales, etc.

Pero las reuniones de padres eran totalmente diferentes. En éstas no convivía con su hijo, sino con adultos, y Sergio no era una persona que disfrutara del ambiente social. Era tímido, reservado,  callado, introvertido. Su círculo social no era extenso, pues tampoco era un buen conversador. En ocasiones, salía a disfrutar con sus pocos amigos; veían un partido juntos, salían a beber o simplemente a comer. Pero sus amigos no estarían allí, él era el único que tenía hijos. Incluso estaba seguro de que él sería el único hombre en el aula. Su hijo no estaría con él, pues en estas reuniones los niños esperaban por sus padres en el patio de juegos. Carola, su esposa, se encargaba de ir a dichas asambleas. Pero ella regresaría hasta el día siguiente, pues había ido a visitar a su familia desde la semana pasada.

Con actitud pesimista, fue hasta la recámara de su hija menor, Carlota, la cogió en brazos y llevó a "Chequito" a la escuela.

Volvió a casa, la reunión sería en unas horas. Debía distraerse o su actitud empeoraría. Alimentó a Carlota, le puso ropa limpia y juntos vieron el televisor un rato. En cuanto la pequeña se durmió, el pelinegro comenzó con los labores de limpieza. La ropa sucia a la lavadora, lavar platos, recoger los juguetes de los niños, limpiar pisos y muebles. La casa de los Pérez era de una sola planta con jardín, pero era grande. Contaba con cuatro habitaciones, cuatro baños, cocina, comedor, cuarto de lavado y gimnasio privado. Asear el hogar conllevaba bastante tiempo.

Estaba finalizando cuando la puerta principal se abrió. La niñera de Carlota había llegado. Sergio le dio indicaciones. Fue hasta su habitación, sacó del armario unos pantalones color café oscuro y un suéter ligero color azul marino. Se duchó, vistió, perfumó y peinó.

Al verse en el espejo, pensó en llamar a su madre o su padre. Inventar un dolor de cabeza o una junta en la empresa, y de esta manera pedir el favor de que cualquiera de ellos asistiera en su lugar; pero seguramente Carola, al llegar, se enteraría de su excusa y Sergio prefería evitar una futura discusión. 

Se despidió con un beso en la mejilla de la bebé, tomó las llaves de su carro y condujo hasta el instituto.

Aparcó en el primer cajón de estacionamiento disponible que vio.

Caminó, sin perderse, a través de los pasillos hasta llegar al salón de clases. Buscó el asiento asignado a su hijo y se sentó. Se sorprendió al notar que se había equivocado, dos padres más estaban presentes; uno, junto a su esposa, en la parte trasera, y el otro, en la primera butaca frente al pizarrón. Pensó, aburrido, que eso no importaba, no deseaba conversar con ellos.         El aula de paredes verdes tenía dos ventanales enormes que permitían ver a la calle. La decoraban libreros, mapas y recortes de números colgaban del techo.

Miró su reloj dorado, el cual indicaba las cuatro horas de la tarde en punto. Una mujer, se asomó, dio un vistazo rápido y desapareció, dejando entreabierta  la puerta.

-Aún no han llegado todos los padres de familia, profesor- se escuchó- quizá quiera esperar.

Sergio chistó. Le pareció una broma que el docente fuera puntual, mas por la culpa de los padres tendría que estar más tiempo del necesario ahí.

Las dos madres que faltaban aparecieron en el transcurso de quince minutos. El pelinegro ya estaba desesperado. Deseó que el maestro no se hubiera ido a dar una vuelta, impaciente, como él se sentía.

Sin embargo, el ruido de la puerta al abrirse interrumpió sus pensamientos. La misma mujer de hace minutos atrás volvió, observó los asientos, ahora todos ocupados, y habló fuera.

-Están todos, profesor- aseguró- Mucha suerte.

El sonido de un taconeo se fue apagando y un hombre alto entro al aula. Era castaño, de ojos azules, ni muy robusto ni muy delgado. Se sentó en el escritorio y con una sonrisa radiente anunció.

-Buena tarde a todos- saludó- Soy el profesor de tercer grado, mi nombre es Max Emilian Verstappen.

*Para esta historia me tomé la libertad de modificar las edades de los hijos de Checo, y omitir a los dos más pequeños, para facilitar mi narrativa. Espero no les moleste. :)

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