19.- La necesidad por ser amada

125 17 15
                                    

"Soy el eco de un grito ahogado en la soledad."

[...]

Nunca supe en qué momento todo empezó a desmoronarse. Quizás siempre estuvo roto, y yo simplemente no me di cuenta. A veces, cuando pienso en mi vida, no puedo evitar sentir que nunca hubo un lugar para mí. No hubo un momento en el que me sintiera parte de algo real, algo que valiera la pena. Desde que tengo memoria, siempre he sido una sombra, un eco de lo que los demás esperaban que fuera.

—¿Cómo te sientes, Aika? —me preguntaban en la escuela, como si realmente les importara.

Y siempre respondía lo mismo.

—Estoy bien, gracias.

Mentira. Nunca estuve bien. Y creo que lo sabían. Pero era más fácil para todos creer que lo estaba. Era más fácil pensar que lo que me pasaba era una fase, que con el tiempo todo se arreglaría. Al final, supongo que era más cómodo para ellos cerrar los ojos ante la realidad.

No fue hasta que empecé a sentir ese vacío, ese peso en el pecho que nunca se iba, cuando me di cuenta de que algo estaba mal. No solo mal en mi vida, sino dentro de mí. Había días en los que ni siquiera quería levantarme de la cama. Días en los que todo parecía carecer de sentido, en los que el simple hecho de respirar se sentía como un esfuerzo inútil.

—Creo que tengo depresión —le dije una vez a una de las consejeras de la escuela. Pensé que sería valiente pedir ayuda, pensé que alguien escucharía.

—¿Estás segura, Aika? —me respondió con una sonrisa. Una sonrisa que no encajaba con el tono de su voz—. A veces las adolescentes confunden las emociones con cosas más serias. Quizás solo estás pasando por un mal momento.

Un mal momento. Como si fuera algo temporal. Como si el vacío dentro de mí pudiera desaparecer con un poco de tiempo y buena voluntad. Quise gritarle, quise decirle que no, que esto no era solo un mal día o una fase. Que esto era algo más profundo, algo que no podía controlar.

Pero no lo hice. Me quedé callada. Y así fue como empezó todo a desmoronarse aún más.

Después de eso, las voces llegaron. Al principio, eran solo murmullos, pequeñas ideas que aparecían en mi mente cuando menos lo esperaba.

—Eres inútil.

—Nadie te quiere aquí.

—Eres una molestia.

Intenté ignorarlas. Me repetía a mí misma que no eran reales, que solo eran pensamientos pasajeros, pero no se iban. Día tras día, las voces se volvían más fuertes, más persistentes, hasta que ya no podía distinguirlas de mis propios pensamientos.

Fui a buscar ayuda de nuevo. Esta vez, intenté hablar con mi familia. No sabía cómo empezar, pero necesitaba que alguien me escuchara.

—Me siento mal —le dije a mi abuelo un día, mientras él preparaba la cena.

—Es solo estrés, Aika. Todos pasamos por eso.

—No, no es solo eso —insistí, con un nudo en la garganta—. Estoy escuchando cosas... voces. Siento que...

—Aika, por favor —me interrumpió—. Deja de exagerar. No hay nada malo en ti. Estás bien.

Me quedé ahí, en silencio, con las palabras atascadas en mi boca. Nadie me creyó. Nadie me tomó en serio. Y poco a poco, dejé de intentar. Dejé de hablar, dejé de pedir ayuda. Porque, al final, ¿qué sentido tenía? Nadie quería escucharme, nadie quería ver lo que realmente estaba pasando.

Y así fue como me rendí.

Días se convirtieron en semanas, y las semanas en un ciclo interminable de insomnio y desasosiego. La casa se llenó de ecos vacíos, y yo me movía como un espectro por los pasillos, cada vez más distante de quienes se suponía que eran mi familia. Cuando cruzaba miradas con ellos, sentía que estaban viendo a alguien más, a una extraña que no encajaba en su mundo perfecto.

A veces, sentía que la opacidad de mi tristeza era tan abrumadora que creía que podría ahogarme. Así que en lugar de enfrentar lo que sentía, empecé a buscar refugio en el silencio, en la oscuridad. Era un lugar donde las voces no podían alcanzarme, donde podía esconderme de todo lo que había sido y todo lo que nunca sería.

Pero, por supuesto, eso no funcionó. Las voces, que ya eran parte de mí, se intensificaron en esos momentos de soledad. Eran susurros crueles, como si el eco de mi propia mente se convirtiera en un monstruo.

—Eres una carga, Aika.

—Nunca serás suficiente.

—Nadie te quiere.

Y mientras intentaba salir de esa oscuridad, la soledad se fue apoderando de mí, como una sombra que me seguía a cada paso. Intenté luchar, convencida de que si me lo decía lo suficiente, podría hacer que esas palabras se desvanecieran.

—No soy una carga. Soy suficiente. —Lo repetía en voz baja, como si ese mantra pudiera calmar la tormenta dentro de mí.

Pero nada cambiaba. Y cada vez que intentaba hablar, cada vez que pensaba que alguien podría escucharme, me encontraban con la misma indiferencia. Mis gritos se convirtieron en susurros ahogados, perdidos en el aire.

Hasta que, un día, decidí que no podía soportarlo más. Era una tarde gris, el cielo llorando en una sinfonía de gotas heladas. Me armé de valor y fui al cementerio, buscando la tumba de mi madre. Tal vez allí, en ese lugar donde la tierra cubría su cuerpo, pudiera encontrar alguna respuesta.

Me senté frente a su lápida, las lágrimas rodando por mis mejillas, mezclándose con la lluvia que caía sobre mí.

—¿Por qué no me quisiste? —pregunté al viento, como si mi madre pudiera escucharme a través del tiempo y el espacio. Era una pregunta que llevaba atorada en el pecho, una que nunca había podido hacerle en vida.

Pero no hubo respuesta. Solo el sonido del agua empapando la tierra.

—Te necesito —susurré, la voz temblando—. Necesito que me digas que no estoy sola, que hay algo aquí para mí. Que soy más que un estorbo.

No podía evitarlo; las voces en mi mente eran un eco constante, cada vez más fuertes, cada vez más insistentes.

—Nadie te quiere, Aika. Nunca serás suficiente.

Y caí de rodillas, las manos hundidas en la tierra fría, gritando, llorando, liberando todo el dolor que había estado acumulando. Mi llanto resonaba en el silencio, como una declaración de guerra contra la soledad y la desesperación.

—¿Es esto lo que soy? —grité al vacío—. ¿Una niña olvidada, una carga para todos?

No hubo respuestas, solo un silencio ensordecedor. Pero mientras las lágrimas seguían fluyendo, sentí que algo se rompía dentro de mí. Era como si al sacar todo ese dolor, finalmente estuviera dejando que el aire entrara en mis pulmones.

Al final, me quedé allí, temblando y cansada, y comprendí que nadie vendría a rescatarme. Que el amor que tanto anhelaba nunca llegaría, y que tendría que encontrar la fuerza dentro de mí. Pero, ¿cómo se hace eso cuando cada parte de ti grita que no vales nada?

Me levanté, sintiéndome más ligera pero también más perdida que nunca. Sabía que no podía seguir así, que tenía que intentar una vez más pedir ayuda, aunque sabía que nadie creería en mí. El camino sería largo y doloroso, pero no podía rendirme. Necesitaba salir de esta oscuridad, aunque no sabía cómo.

—No estoy sola —me repetí, aunque mi voz sonaba vacía. Sabía que debía luchar, aunque las voces me decían que era inútil. Tenía que encontrar una manera de hacerme oír.

Y así, regresé a casa, sintiéndome como un extraño en un mundo que me ignoraba. Pero dentro de mí, una pequeña chispa de esperanza comenzó a florecer, una voz que susurraba que tal vez, solo tal vez, podría encontrar mi camino hacia la luz.

Las voces aún susurraban, pero ahora había un eco diferente entre ellas, una resistencia que no estaba dispuesta a desaparecer.

Estaba decidido: suicidio.

Continuará...

Nota de autor: a veces, los finales nunca son felices.

Gracias por leer.

AikaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora