20.- Me suicidé

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"A nadie le importa como estás, solo cuando en verdad estás jodido".


[...]

Caminé por las escaleras, el eco de mis pasos resonando en un vacío que parecía absorber todo lo que alguna vez fui. En mi mano, un paraguas amarillo se abría como un sol apagado, mientras que mi suéter azul me envolvía en un abrazo frío, más que un abrigo, una prisión. La lluvia caía sobre mí, cada gota era un susurro que me decía que el mundo seguía girando, ajeno a mi sufrimiento.

Recordaba las veces que intenté hablar, las veces que levanté la voz con la esperanza de que alguien me escuchara. Pero cada vez que lo hice, el silencio era mi única respuesta. Estaba allí, sentada en la mesa de la cocina, la cena servida frente a mí, y las risas de mi familia sonaban como un eco lejano, inalcanzable. Ellos comían, hablaban de cosas triviales, mientras yo me desmoronaba por dentro.

—No estoy bien —dije una vez, la voz temblorosa y llena de dudas—. Necesito ayuda.

Mis palabras se perdieron en el aire, como si nunca hubieran existido. Nadie miró hacia mí. Nadie dejó de hablar para preguntarme qué pasaba. Sentí el peso de mi insignificancia aplastándome, como si cada día que pasaba en esa casa, mi valor se desvanecía más y más.

A medida que ascendía las escaleras, cada escalón se sentía como un recordatorio de mi soledad. No había amigos que vinieran a buscarme. No había un abrazo que me dijera que todo estaría bien. Era una especie de condena a la que me había resignado. Porque, cuando uno está en sus peores momentos, nunca hay nadie.

La puerta del tejado se abrió ante mí, el sonido metálico resonando en la soledad. Salí al aire frío, el viento jugando con mi cabello, susurrando secretos que nunca llegaría a entender. El cielo estaba cubierto de nubes grises, como si el mundo también llorara por mí. Miré hacia abajo, al callejón oscuro, y sentí un escalofrío recorrerme. La altura era abrumadora, y un miedo irracional me invadió, pero era un miedo que ahora se sentía familiar, casi reconfortante.

Voy a hacerlo. Esa era la única certeza que tenía. Y, sin embargo, en el fondo de mi corazón, había una pequeña chispa de esperanza. Algo que aún deseaba aferrarme. Pero las voces en mi cabeza eran más fuertes, más insistentes.

—¿Por qué te importa? —me susurraron, como un eco que se repetía en mi mente—. Nadie quiere un desastre como tú.

Me obligué a cerrar los ojos por un momento, respirando hondo. No estoy sola. Intentaba convencerme, pero no funcionaba. Así que, en lugar de eso, comencé a recitar un poema que había escrito en mis momentos de soledad, un poema que encapsulaba todo lo que sentía:

"Soy un cuerpo caído entre las sombras,
un susurro olvidado entre risas ajenas.
Soy la lágrima que se desliza sin rumbo,
la voz que se ahoga en un grito sordo.

Cada día, cada instante, un esfuerzo en vano,
una sombra que danza, un corazón desgarrado.
Mis sueños son ecos, mis anhelos, cenizas,
en un mar de indiferencia, donde nadie me mira.

Busqué consuelo en miradas vacías,
en brazos que nunca me quisieron abrazar.
Soy el estigma del silencio, el horror del rechazo,
un grito ahogado que clama por ser visto.

Pero aquí estoy, entre la lluvia y el viento,
un desastre en este mundo de sonrisas muertas.
Hoy decido volar, aunque sea un instante,
hacia el abismo, hacia lo que no sé."

Las palabras fluyeron de mi boca como un torrente de emociones, y con cada línea, mi corazón se iba desgarrando un poco más. Cuando terminé, las lágrimas comenzaron a caer, y mis sollozos resonaron en la soledad del tejado. Sentía que mi pecho estallaba en dolor, un grito mudo que no podía salir.

—¡Por favor, alguien sálvame! —grité al vacío, pero solo el viento me respondió, llevándose mis palabras hacia el abismo.

Pero la voz en mi cabeza volvió, más clara que antes.

—¿Para qué? Nadie quiere salvarte. Eres un desastre, un peso que nadie quiere cargar.

Me hundí en la desesperación, la realidad se volvió cada vez más oscura. Miré hacia abajo, y en ese instante, la sensación de caer se convirtió en una necesidad, un alivio de todo lo que había cargado. Pero al mismo tiempo, un pequeño destello de lucha emergió en mí.

—No, no puedo. —Me decía a mí misma—. Quiero más de esto, pero no puedo seguir así.

Pero, en lo profundo de mi ser, sabía que el deseo de ser escuchada, de ser querida, era una batalla perdida. La lucha que había enfrentado, día tras día, me había dejado exhausta. La verdad se sentía como una losa sobre mi pecho: no hay nadie.

El viento aullaba a mi alrededor, y el cielo se oscurecía más. Con el paraguas en la mano, miré una vez más hacia el horizonte. Había tanto que quería gritar, tanto que quería compartir. Pero todo se perdía en el aire, y las palabras se convertían en cenizas antes de llegar a los oídos de los que deberían haberlas escuchado.

Y así, allí en el borde del edificio, con el paraguas amarillo a mi lado, me di cuenta de que había llegado a mi límite. No más lágrimas, no más gritos. Solo un vacío que me esperaba, un lugar donde el dolor ya no podía alcanzarme.

Pero, ¿realmente es eso lo que quiero? La lucha dentro de mí se volvía cada vez más intensa. La voz en mi cabeza se convertía en un eco ensordecedor, y la necesidad de escapar de este dolor se volvió irresistible.

No pude soportar más. Mis lágrimas caían como la lluvia, y el mundo se desvanecía a mi alrededor.

Mientras me preparaba para saltar, una última súplica brotó de mis labios, más como un susurro que como una declaración.

—¿Alguien puede escucharme? ¿Alguien puede salvarme?

Pero la respuesta fue el silencio, y en ese silencio, me dejé caer.

Que tan inútil que era, como para saltar.

La caída fue larga, los metros se iban extendiendo. No me sentía como antes, no, me sentía como una pluma cayendo, en un suave movimiento. Sinceramente, me sentía mejor que cuando estaba viva.

Morir era mejor idea que seguir aquí, en está soledad interminable.

Mis recuerdos iban desfilando en un movimiento inesperado, veía cada cosa que había vivido en un instante. Sin embargo, nada era bueno. Ni siquiera las lágrimas merecían surgir de ello.

Estás ganas de seguir existiendo se habían marchado, dejando en mí los rastros del dolor. Si, nada en mi era bueno. Ni siquiera para vivir era buena.

La cosa fue, que caí de tan alto que en cuanto mi cuerpo hizo contacto con el suelo, deje de sentir todo de mi. La gente que pasaba se detuvo y me miró, y yo pensé: “¿Por qué solo ahora?”.

Mi cuerpo estaba frío, pero no me importaba. A nadie le importaba.

—¡Traigan ayuda! Está chica… ¡Se está muriendo!

¿Y que diferencia habría de ello? Total, creo que había caído de alturas mayores. Había muerto más de un millón de veces, y a nadie le importo. ¿Por qué ahora que quiero morir a la gente le importo yo?

Que se vayan a la mierda. Que se jodan todos, idiotas…

A mí nadie me quiso, ni siquiera un abrazo me dieron, pero te aseguro que en el día en que yo me vaya dirán:

“Ojalá que ella este aquí”.

Y para entonces, yo ya me habré ido.





— Fin —

¡GRACIAS POR VIVIR, AIKA!
ATENTAMENTE...,

AikaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora