14.- Mira que amor, no tengo

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Mira, amor no tengo, y no me hace falta. Estoy bien, o al menos eso digo, muy bien. No tengo amigos, ni familia, ni nada que me pertenezca, ni algo que me quiera. Y estoy bien con eso. Lo repito como si al decirlo, de alguna manera, se volviera verdad.

Nunca lo he tenido. El amor, la cercanía de otro ser, no ha sido más que una sombra que roza, pero nunca se queda. Así que puedo afirmar, con la certeza de quien ha vivido en el vacío, que no lo necesito. ¿Cómo se puede extrañar lo que nunca se ha poseído?

Estoy bien. Lo digo, lo repito, y tal vez, algún día, hasta me lo crea.

[...]

No he dejado de pensarlo, y tal vez ya lo sé. Esa certeza mía, tan despiadada, de que nadie puede amarme, de que no hay razón alguna para que lo hagan. Pero, ¿no es eso también una trampa del silencio? Intentaré demostrar lo contrario, aunque sea para mí misma.

Esta mañana desperté más temprano de lo habitual. La ansiedad palpitaba, casi como una anticipación absurda de algo que no sabría nombrar. Me arreglé con un moño azul, una frágil excusa de belleza que sujetaba mi cabello mientras caía como un río oscuro y sin destino. Salí corriendo de casa, escapando de mí, de ellos.

En mi mente, los regalos que preparé eran todo lo que tenía para ofrecer al mundo. Pequeños gestos, galletas horneadas con la esperanza de que alguien, al menos por un momento, me viera. Tal vez, si les gustaban, podrían hacerme existir.

Pero siempre me topo con la misma sombra. "Mira lo que tenemos aquí, la huérfana que se atreve a entrar". Esa voz, el eco perpetuo de mis días. Sentí las manos que me sujetaban, y con ellas, la sentencia de mi insignificancia.

—Agh, ¡Suéltame! —grité, pero mis palabras siempre caen en el vacío. Ellos no escuchan, no ven, no les importa.

—Has hecho suficiente mal con solo nacer —dijo uno, y las palabras se desplomaron en mi estómago, como las patadas que siguieron.

Después de la tormenta de golpes, me dejaron ahí, como quien deja un objeto roto en el suelo. Me levanté, limpiando el polvo de mi cuerpo, sus insultos aún pesando sobre mí.

—Idiotas... —murmuré, pero mi voz ya no era más que una sombra.

Llegué al salón, y ahí, en medio de todo, vi a Fumiko. Ella era la flor que yo nunca sería. Tan perfecta, tan intocable. "Fumiko", la llamé. Su sonrisa, efímera y distante, fue todo lo que recibí a cambio. Le di mis galletas, las que con tanto cuidado preparé, y ella se fue sin más. "Nos vemos luego", dijo.

Luego, durante el descanso, no llegó Aki. Y no llegó tampoco en las siguientes horas. El vacío de su ausencia fue la única compañía que tuve en ese día que supuestamente celebraba la amistad. Decidí buscarlo, me aferré a esa idea como quien se aferra a la única luz en una habitación cerrada.

Fui a su casa. Toqué la puerta. Nadie respondió. Miré por la ventana y lo vi, sentado, absorto en la televisión, en ese mundo tan ajeno al mío. Lo llamé, lo saqué de su refugio y le tendí mi regalo. Era todo lo que tenía para ofrecer.

—¿Y esto? —preguntó, desconcertado.

—Es un regalo, por el día de la amistad —respondí. Pero él solo se revolvió el cabello, frustrado.

—¡Agh, no le di nada a Fumiko! —exclamó.

Ese momento fue un cuchillo. Quise desaparecer. Quise gritarle que me mirara, que viera que yo también existo. Pero agaché la cabeza, consumida por ese vacío que me absorbe día tras día. Él me preguntó qué podía darle a ella, como si mi única función fuera ser el puente para la felicidad de los demás.

Y ahí, en ese instante, entendí. No soy más que una sombra en su mundo, un vacío que camina, que respira. Afuera, parece que vivo, pero por dentro, todo está muerto.

El camino de regreso a casa fue largo, más de lo habitual, pero no por la distancia, sino por el peso que arrastraba en el pecho. Mis pies tocaban el suelo, pero mi mente flotaba en pensamientos oscuros y densos. ¿Por qué nadie me quiere? La pregunta se repetía una y otra vez, cada golpe, cada indiferencia, cada sonrisa ajena resonando en mi cabeza como una burla del destino.

Las luces de la ciudad parpadeaban mientras avanzaba, pero todo parecía difuso, como si caminara a través de un sueño gris y lejano. Pensaba en Fumiko, en Aki, en las sonrisas que nunca me pertenecieron, en los abrazos que nunca me alcanzaron. No soy suficiente para nadie.

Cuando llegué a casa, el silencio de la puerta parecía recibirme con la misma frialdad de siempre. Pero al abrirla, algo diferente me aguardaba. Allí, en la cocina, estaba mi tía Itsuki, con una sonrisa suave y tierna que iluminaba la pequeña habitación.

—Aika, bienvenida —dijo, y el aroma de una comida recién hecha me envolvió como un abrazo que no esperaba.

Me quedé parada en la entrada, sorprendida, tratando de entender por qué aquella escena me resultaba tan irreal. Me acerqué a la mesa, donde había servido platos con una delicadeza que solo ella podía tener.

—He preparado algo especial hoy —dijo mientras me invitaba a sentarme.

Nos quedamos ahí, sentadas frente a frente, y mientras comíamos en silencio, noté que había algo en su mirada. Algo más allá de la calidez habitual. Finalmente, dejó los cubiertos y tomó mi mano, sus dedos estaban un poco fríos.

—Aika... hay algo que necesito decirte —empezó, y su voz, aunque suave, traía consigo una carga que hizo que mi corazón se detuviera un segundo—. No sé cómo hacerlo más fácil, pero es importante que lo sepas. Tengo cáncer.

El mundo se desmoronó en ese instante, y no supe qué decir. Sentí que el aire de la habitación se volvía denso, opresivo. ¿Cáncer? ¿Cómo era posible?

—¿Por qué no me lo habías dicho antes? —logré preguntar, con la voz quebrada.

—No quería preocuparte. He estado recibiendo tratamiento, pero… no ha funcionado. Los médicos dicen que no tengo mucho tiempo, y eso me asusta, no por mí, sino por ti. Me duele pensar que estarás sola cuando me vaya —sus palabras cayeron como plomo en mi corazón—. Sé que nadie más te cuida, y eso me atormenta.

Me quedé mirándola, y aunque sentía que el mundo se rompía en mil pedazos, me obligué a sonreír. No quería que ella viera lo rota que estaba ahora.

—No te preocupes por mí, tía. Siempre seré feliz, no importa si no tengo a nadie —dije, pero mi voz temblaba, como si incluso las palabras supieran que eran una mentira.

La noche comenzó a caer mientras terminábamos la cena en silencio. Itsuki, exhausta, me abrazó antes de ir a la cama. Nos recostamos juntas, ella a mi lado, su cuerpo débil acurrucado contra el mío. Me sentía amada, sentía que me querían.

Permanecí despierta, mirando el techo, sintiendo su respiración pausada a mi lado. Mi mente no podía dejar de vagar, imaginando lo vacío que sería este lugar sin ella. ¿Qué voy a hacer cuando ya no esté? Me preguntaba una y otra vez, pero no había respuestas.

El calor de su abrazo era lo único que me anclaba a este momento, y mientras ella dormía, yo me perdía en la oscuridad de mis pensamientos. Sabía que pronto esta habitación quedaría vacía, que pronto sería solo yo, otra vez, frente al abismo de la soledad.

Tía Itsuki…, pensé, apretando los ojos, tratando de retener el presente, de negar lo inevitable. No sé cómo voy a vivir sin ti.

Pero esa noche, al menos por un instante, me permití aferrarme a su calor, como si eso pudiera cambiar el destino.

Y si ella se va, no tendré a nadie que me ame.

AikaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora