18.- No me siento bien

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"A veces el silencio es más cruel que cualquier grito, porque en él se esconden todas las palabras que nunca nos dijeron, todos los abrazos que nunca nos dieron."

[...]

El día en que enterraron a mi madre también era mi cumpleaños, pero a nadie pareció importarle. Supongo que tampoco debería importarme a mí. Estaba ahí, de pie, entre tantas caras conocidas que no me miraban. Todas esas personas que alguna vez se cruzaron en nuestras vidas, llorando por alguien a quien, quizás, jamás conocieron del todo. Y yo... yo no lloraba. Al menos no al principio.

—Aquí estamos, mamá —dije en voz baja, aunque nadie parecía escucharme—. Aquí estamos enterrándote, como si todo lo que alguna vez existió entre nosotras fuera solo un sueño.

Intenté recordar algo bonito, algo que no doliera tanto, pero no pude. Era como si cada recuerdo se cubriera de sombras, como si, de alguna manera, hasta en la muerte ella me estuviera reclamando algo.

—No fuiste suficiente... —La escuché, clara, en mi cabeza. Esa voz que llevaba días persiguiéndome, sin darme tregua. Era ella. Siempre era ella.

Me pidieron que dijera unas palabras. Sentí el nudo en mi garganta apretarse aún más. Avancé, cada paso pesaba como si arrastrara cadenas. Me coloqué frente a todos, y traté de sostener la mirada de los que estaban ahí. No sé por qué lo hice, quizá buscando alguna señal de apoyo, alguna chispa de reconocimiento. Pero no la encontré.

—Mi madre... —empecé a decir, pero la voz se me quebró apenas mencioné esas dos palabras.

Respiré hondo, tragándome el llanto que amenazaba con arrastrarme. No era capaz de hablar de ella sin sentir que algo me desgarraba desde adentro.

—Mi madre... ella... —otra pausa, mis manos temblaban—. Siempre fue alguien a quien todos admiraban, alguien a quien nunca pude alcanzar.

De nuevo, la escuché en mi cabeza.

—Porque nunca fuiste suficiente. ¿De verdad crees que alguna vez podrías haber sido como yo?

Me tambaleé. No podía respirar. Las palabras se enredaban, se hacían nudos en mi garganta y, finalmente, explotaron en un mar de lágrimas. Todo el mundo me miraba, pero no aguanté más. Dejé caer el micrófono y salí corriendo.

No pude. No quise seguir ahí.

La lluvia comenzó a caer esa noche, como si el cielo también quisiera llorar lo que yo no podía. Me escapé de casa. Sabía a dónde quería ir. Tenía que ir.

Las tumbas estaban frías bajo la tormenta, y el viento me cortaba la piel. Pero no me importaba. Al llegar a la de mi madre, me dejé caer sobre la tierra recién removida. Era ridículo... hablarle a alguien que ya no estaba, pero de alguna manera, necesitaba hacerlo.

—Feliz cumpleaños para mí, supongo —susurré, con una sonrisa amarga en los labios—. ¿Te das cuenta de lo irónico que es todo esto, mamá? Ni siquiera hoy nadie se ha molestado en recordarlo.

Esperé. Un segundo. Dos. La respuesta vino, como siempre lo hacía, pero esta vez no fue solo en mi mente.

—Porque no importa. ¿Qué has hecho para merecer que te celebren algo? —dijo su voz, fría y afilada, cortando cualquier rastro de esperanza.

Cerré los ojos, intentando bloquearla, pero no pude. La escuchaba todo el tiempo. Era como si la muerte no hubiera cambiado nada entre nosotras. Seguía siendo ese fantasma que me recordaba lo insuficiente que era, lo poco que siempre fui para ella. Para todos.

—No soy suficiente, ¿verdad? —murmuré mientras las lágrimas se mezclaban con la lluvia—. No importa cuánto lo intente, cuánto lo desee... nunca seré suficiente.

AikaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora