Capítulo XIV

469 60 37
                                    


Beatriz se había presentado media hora después de lo acordado, con los ojos nublados de furia y dolor. Era una expresión que él jamás le había visto, como de gato que acaba de ganar una pelea pero no ha podido evitar salir herido.

— Armando Mendoza es un cretino —dijo a modo de saludo, con las mandíbulas apretadas.

Daniel estaba de acuerdo, desde luego, pero lo había pillado tan de sorpresa que no supo qué contestar. La vio lanzar su bolso y su abrigo de cualquier modo sobre el sofá y empezar a dar vueltas, un huracán de emociones desordenando su vida y su apartamento.

— Está tan acostumbrado a hacer siempre lo que quiere que es incapaz de darse cuenta de que los demás no somos sus juguetes. Lo único que sabe hacer es gritar, exigir, faltar el respeto. Habla de mí con tanta propiedad... ¡Pero se acabó, ya no más! ¡No más!

Entonces lo miró. Las lágrimas que empezaban a acumularse en sus ojos le provocaron una reacción inesperada. Sentía que algo se movía dentro de su pecho, una criatura que despertaba de un largo sueño dispuesta a matar y proteger.

— Yo hice lo que hice y pagué. Y sigo pagando. Pero no me merezco esto. No más — se secó la cara con una mano temblorosa, su voz estrangulada de angustia.

En menos de un segundo, Daniel la estrechaba con fuerza entre sus brazos, apoyando el mentón en su cabeza. Fuera lo que fuese que Armando había hecho, él se lo haría pagar.

— Perdóneme — murmuró ella con la cara apretada contra su pecho —, perdóneme por lo que hice, Daniel. Por las mentiras, por haber aceptado participar en todo esto, por haber creído que el enemigo era usted. Fui una idiota. ¡Una idiota!

La abrazó con más fuerza. Beatriz se aferraba a él como una criatura que busca refugio.

Después de un rato, la apartó apenas lo suficiente como para tomar su rostro entre las manos y obligarla a mirarlo. Necesitaba que ella leyera en sus ojos todo lo que llevaba dentro, todo lo que no podía decir. A pesar de las dudas, de los huecos en la historia, del pensamiento constante de que estaba traicionando a Marcela, necesitaba que confiara en él.

Secó sus lágrimas con los pulgares.

Después volvió a abrazarla y depositó un beso en su coronilla. Luego otro. Así se quedaron, de pie en el salón, compartiendo el momento más íntimo que habían vivido nunca.




— Tenga — le ofreció.

Ella aceptó con una mano temblorosa el vaso que le extendía. Estaba sentada en el estudio donde Daniel solía trabajar, pálida pero más tranquila.

Dio un pequeño sorbo y lo miró. Su voz todavía no había recuperado esa fuerza que últimamente había adquirido.

— No sabía que le gustaba el jugo de mora.

— No me gusta — afirmó Daniel. Como ella lo miraba sin entender, se explicó —. Lo compré para usted. También compré un cepillo de dientes, por si una de estas noches se queda a dormir.

Beatriz sonrió, pero sus ojos se llenaron de lágrimas otra vez.

— ¿Qué pasa? — Preguntó, arrodillándose para estar a su altura.

Ella negó con la cabeza y se secó las lágrimas en silencio, con un gesto que indicaba que no quería llorar más. Se tomó un momento para recomponerse y luego empezó a hablar.

— De entre las muchas tonterías que me dijo el doctor Mendoza, la principal es que necesitaba advertirme sobre usted. Piensa que va a intentar seducirme para quedarse con la empresa.

En el reflejo de sus ojos Donde viven las historias. Descúbrelo ahora