Capítulo XXI

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En la casa de los Valencia no solía haber peleas, pero hubo una época durante la adolescencia de las dos hijas menores en la que se dedicaron a gritarse día sí y día también. A veces era porque Beata le robaba ropa a escondidas a Marcela y otras porque Marcela se negaba a dejar que su hermana se acercara a pasar el rato con sus amigos.

Cada vez que estallaba un conflicto, Beata tardaba menos de dos minutos en ponerse a llorar. Primero, porque era de lágrima fácil. Segundo, porque Marcela sabía exáctamente qué tenía que decir para que sus palabras tuvieran el mayor impacto posible, así que siempre salía victoriosa. Hasta que un día se pasó de la raya.

Daniel no recordaba qué le había dicho exáctamente, pero sí sabía que había sido extremadamente cruel. Él, que había sido testigo de todo, decidió no acusar a su hermana ante sus padres, pero le dejó claro que se sentía profundamente decepcionado con su actitud. Cuando ella intentó justificarse, él se lo impidió. Le dijo que el que no cuida a los que ama los pierde e inmediatamente después sacó a Beata de paseo en la moto que le regalaron para sus dieciséis. Pasaron la tarde en un parque, hablaron de muchas cosas y le compró un helado antes de volver.

Por la noche, Marcela les había escrito una carta de disculpas a los dos y lloró cuando se la leyó. Desde entonces, se había esforzado por mejorar su tendencia a querer herir cada vez que se sentía atacada y, en consecuencia, los concursos de gritos con Beata habían acabado por desaparecer.

En el silencio de la sala de juntas de Ecomoda, Daniel Valencia recordaba aquella época y lamentaba que las cosas ya no pudieran arreglarse con un helado y una carta.

En eso pensaba cuando la puerta se abrió, dando paso a una mujer cuyos rasgos se parecían profundamente a los de su madre. Lo miraba con una mezcla de angustia y desafío, como si en esa sala la estuviera esperando un enemigo y no el hermano que la había ayudado a ocultar todos los guayabos cuando salía de fiesta a escondidas.

Ella no se acercó a saludarlo con un beso como era su costumbre, así que Daniel le indicó con la mano los asientos libres. Sería una reunión formal, entonces, no una reconciliación. Ella aceptó silenciosamente la invitación y ocupó una silla al otro lado de la mesa, dejando libre la cabecera.

— Supongo que si me citas aquí en vez de visitarme en mi despacho es porque tienes algo importante que decirme — murmuró, entrelazando sus manos en un gesto serio—. Si se trata de la noticia de que tú y esa mujer están juntos, déjame decirte que ella ya se te adelantó.

Daniel apoyó los codos sobre la mesa y se llevó las manos al mentón con cierta solemnidad.

— Lo sé. Beatriz me lo contó anoche — respondió, pronunciando su nombre con especial hincapié—. Me imagino que respetarás mi decisión de estar con ella de la misma forma en que yo respeté la tuya cuando iniciaste una relación con Armando. ¿O me equivoco?

Se observaron un momento. Había tanto dolor en los ojos de su hermana, tantos celos y tanta rabia.

— Me lo podrías haber dicho tú y me hubieras ahorrado la humillación —le reprochó con acidez. Luego se echó hacia atrás en la silla y cruzó los brazos sobre el pecho, con el rostro apretado de furia —. Entonces tengo que entender de todo esto que a ti te da igual lo que Beatriz me hizo, que no te importa que haya sido capaz de meterse en mi relación y de arruinarla.

Daniel negó con la cabeza, pero ella no le dio tiempo a decir nada. Descruzó los brazos para señalar con una mano la puerta de presidencia. Sus pulseras tintineaban con el movimiento, como subrayando sus palabras.

— Prefieres a una extraña por sobre tu propia hermana... ¡y después tienes el descaro de decirme que Armando no es bueno para mí porque no me considera! ¿Cómo pudiste hacerme esto, Daniel? ¡Te lo advertí, te dije que tuvieras cuidado con ella, que no te dejaras engatuzar!

En el reflejo de sus ojos Donde viven las historias. Descúbrelo ahora