Chapitre dix-huit : La menace de la Haute Cour

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La atmósfera en la sala del trono era pesada, cargada de incertidumbre. Los murmullos entre los nobles resonaban con fuerza mientras Balduino, sentado en su trono, observaba a los miembros de la Alta Corte. La reunión de ese día era crucial. Sabía que los rumores sobre su relación con Ángeles habían llegado demasiado lejos, y ahora debía enfrentarse a las consecuencias.

Tiberias, de pie junto a él, observaba con atención cada movimiento de los consejeros. Era consciente de la tensión que se sentía en la sala, y aunque su rostro mantenía la compostura, su mente calculaba cada posible reacción. El amor de Balduino por Ángeles era evidente, pero también lo eran los peligros que eso acarreaba.

-Su Majestad -comenzó Lord Raúl de Montclaire, un hombre corpulento con una voz grave-, los rumores sobre un romance inapropiado con una mujer de baja cuna no solo nos preocupan a nosotros, sino también a todo Jerusalén. Su enfermedad... -hizo una pausa, buscando las palabras adecuadas- no permite que se case, según las leyes de nuestra tierra.

Balduino mantuvo su postura firme, pero internamente sentía cómo cada palabra del noble caía sobre él como una pesada carga. Su corazón latía con fuerza, y sus pensamientos volvían a Ángeles, recordando cada momento que habían compartido. Sabía que debía protegerla, pero también debía proteger su reino.

-La Alta Corte exige respuestas, Su Majestad -continuó el Barón Gregorio de Ainsworth-. No podemos permitir que la reputación de la corona se vea comprometida.

Tiberias dio un paso adelante, decidido a intervenir antes de que la situación se agravara.

-Mi Señor, entiendo las preocupaciones de los nobles aquí presentes, pero permítanme recordarles que Su Majestad ha llevado las riendas de este reino con sabiduría y coraje. Su enfermedad no ha disminuido su capacidad de liderazgo. Este es un asunto delicado, pero no deberíamos precipitarnos en nuestras conclusiones -dijo con calma, mirando a los miembros de la Corte con una mezcla de respeto y firmeza.

El ambiente se tensó aún más. Algunos de los nobles murmuraban entre sí, mientras otros observaban a Balduino con desconfianza.

-Las leyes son claras -insistió el Marqués Cedric de Beauchamp-. Un rey leproso no puede casarse, y mucho menos con una mujer de origen humilde. Debemos pensar en la estabilidad del reino.

Balduino finalmente se levantó de su trono, la capa real ondeando ligeramente a su alrededor. Su voz, aunque tranquila, resonaba con autoridad.

-Conozco las leyes de nuestra tierra mejor que cualquiera de ustedes -dijo, dirigiendo su mirada a los presentes-. Pero también conozco el deber que tengo hacia mi pueblo. La relación de la que hablan es un asunto personal, y no afectará mi capacidad para gobernar. Mi enfoque siempre ha estado y estará en Jerusalén.

Tiberias, sabiendo que las palabras de Balduino no serían suficientes para calmar los ánimos, intervino de nuevo.

-Propongo que dejemos este asunto en manos del rey -dijo con diplomacia-. Sabemos que Su Majestad siempre ha antepuesto los intereses de este reino, y no dudo que lo seguirá haciendo en cualquier decisión que tome.

Los nobles se miraron entre sí, algunos más calmados por la intervención de Tiberias, mientras otros aún murmuraban en desacuerdo.

-Esperamos que así sea -concluyó el Caballero Ulises de Hargrove, inclinando la cabeza.

Balduino se sentó de nuevo, sintiendo el peso de la mirada de todos sobre él. Cuando la reunión terminó, Tiberias se acercó a él con un susurro de advertencia.

-Debemos ser cautelosos, Su Majestad. La Corte no olvidará esto, y están esperando cualquier paso en falso para actuar.

Balduino asintió, aunque su mente ya estaba lejos. Solo pensaba en Ángeles, en cómo su amor por ella lo había cambiado, pero también en cómo ese amor amenazaba con destruir todo lo que había construido.

Al salir de la sala del trono, su mirada se cruzó con la de Tiberias.

-Haré lo que sea necesario para proteger a Ángeles -dijo Balduino, su voz baja pero decidida.

Tiberias lo miró con comprensión, pero también con preocupación.

-Lo sé, Su Majestad. Pero recuerde que también debe proteger su reino. Encontraremos una solución, pero debemos ser estratégicos.

Balduino asintió, sabiendo que la batalla más difícil aún estaba por venir. No solo tenía que luchar contra su enfermedad, sino también contra un sistema que no permitía que su amor floreciera. Pero estaba dispuesto a enfrentarse a todo por Ángeles. Su determinación era inquebrantable.

◇◇◇◇◇◇

Mientras tanto, Ángeles caminaba nerviosa por el jardin del palacio, sintiendo el peso de la incertidumbre sobre sus hombros. Desde la última conversación con Sibila, no había vuelto a saber de ella. Su aliada más cercana se había ausentado del palacio para acompañar a su esposo, Guido, a la provincia de Acre. Había surgido un conflicto diplomático que requería la presencia de Guido, para mediar entre los barones locales y evitar un enfrentamiento armado.

Ángeles comprendía la importancia de la misión de Sibila y Guido, pero no podía evitar sentirse sola sin su amiga. Desde que ella y Balduino habían decidido dar ese paso en su relación, no había tenido con quién compartir sus miedos, ni siquiera con Rosario, su fiel señora. Los días pasaban lentamente sin noticias de Sibila ni la posibilidad de ver a Balduino. La reunión con la Alta Corte había dejado una sombra de insatisfacción entre los nobles, y Ángeles sentía que su relación con el rey pendía de un hilo.

Su único consuelo en esos días era Rosario, ella la observaba con ojos atentos, sabiendo que algo preocupaba profundamente a su señora, pero respetando su silencio.

-Mi niña, la noto angustiada -dijo Rosario un día mientras peinaba el cabello de Ángeles frente al espejo-. ¿Puedo hacer algo para ayudarla?

Ángeles dudó. Sabía que podía confiar en Rosario, pero el peso de su secreto la abrumaba. ¿Debería contarle? ¿Sería prudente confesarle lo que sentía por Balduino, lo que habían compartido? Rosario había sido una confidente durante años, pero esto... esto era distinto.

-No lo sé, Rosario -murmuró Ángeles, evitando su mirada en el reflejo del espejo-. Hay cosas que quizás es mejor no decir.

Rosario dejó de peinarla por un momento, apoyando una mano en su hombro con ternura.

- No importa lo grande que sea el secreto, yo siempre estaré aquí para usted.

La voz de Rosario era calmante, pero Ángeles aún se debatía entre la necesidad de compartir su carga y el temor a las posibles consecuencias.

Finalmente, respiró hondo y, con un susurro, comenzó a hablar.

-Es el rey, Rosario... Balduino y yo... Nos hemos acercado mucho, más de lo que debería estar permitido.

Rosario la miró con una mezcla de sorpresa y preocupación, pero no dijo nada. Sabía que debía dejar que su señora continuara.

-. Sé que las leyes no lo permiten, y que su enfermedad... -su voz se quebró-. Pero no puedo evitar lo que siento por él. Y ahora los nobles murmuran, y la Corte está inquieta. No sé qué hacer para que esto no afecte a Balduino.

Rosario la abrazó con suavidad, brindándole un consuelo silencioso.

-El amor no es algo que se pueda controlar, -dijo con suavidad-. Pero debemos ser cautelosos. Los tiempos son peligrosos, y no quiero que le hagan daño por seguir tu corazón.

Ángeles asintió, sintiendo cómo una lágrima solitaria corría por su mejilla. El consejo de Rosario era sabio, pero su corazón aún latía con fuerza por Balduino. Y aunque el futuro era incierto, sabía que haría todo lo posible por proteger lo que tenían.

Mientras Ángeles se refugiaba en el consuelo de Rosario, sus pensamientos volvían al rey. Lo extrañaba más de lo que podía expresar, y sabía que él también sentía lo mismo. Pero el tiempo y el destino jugaban en su contra, y el peligro que los rodeaba crecía día a día.

Mi ÁngelDonde viven las historias. Descúbrelo ahora