¡Ay! Esta imagen no sigue nuestras pautas de contenido. Para continuar la publicación, intente quitarla o subir otra.
A veces me pregunto cómo llegamos hasta aquí. Si todo lo que pasó con Richard fue inevitable, o si simplemente fuimos dos niños jugando a ser adultos, creyendo que el amor bastaba para enfrentarnos al mundo. Hace tanto que no pienso en esos días, en los comienzos, que parecen recuerdos borrosos de otra vida. Pero hay cosas que no se olvidan. Cosas que siempre van a estar ahí, como el día que lo conocí.
Era el típico día caluroso en Barrancas, la clase de calor que te hace pensar que te vas a derretir en cualquier momento. Yo estaba esperando a mi hermano, Lucho, que siempre llegaba tarde a todo. Lo hacía a propósito, estoy segura. En esa época, él ya empezaba a destacarse como futbolista en el equipo local, y a mí me tocaba ir a todos sus partidos, acompañarlo a los entrenamientos y ser como su sombra. Nunca me molestó, al contrario, me encantaba ver cómo jugaba, pero lo que pasó ese día cambió mi vida para siempre.
Richard Rios. Lo conocí en uno de esos entrenamientos. Era el amigo nuevo de Lucho, recién llegado al equipo, con una sonrisa que iluminaba cualquier cuarto y unos ojos que parecían ver más allá de lo evidente. Yo no tenía ni la más mínima intención de fijarme en él, al principio. Era solo otro chico del fútbol, y además, un poco mayor que yo. Pero había algo en él, una confianza natural, como si supiera que tarde o temprano terminaría llamando mi atención. Y lo hizo.
Recuerdo cómo empezó todo. Estábamos en las gradas del campo de entrenamiento, yo leyendo un libro para matar el tiempo mientras esperaba que Lucho terminara de practicar. De repente, sentí una sombra a mi lado. Levanté la mirada y ahí estaba él, sonriéndome.
—¿Qué lees? —me preguntó, como si fuera la pregunta más natural del mundo.
—Cien años de soledad —respondí sin mirarlo demasiado. La verdad es que me ponía nerviosa.
—No te imagino leyendo algo tan serio —bromeó, y fue ahí cuando lo miré directamente a los ojos.
Hubo una chispa en su mirada, una especie de complicidad inmediata que no pude ignorar. Nunca había sentido algo así. En ese momento, pensé que solo era una atracción pasajera, nada que pudiera cambiar mi vida. Pero el destino tenía otros planes.
Las semanas siguientes fueron un torbellino. Empezamos a vernos más seguido, siempre a escondidas. A veces en los partidos de Lucho, otras en las salidas con amigos. A mis papás no les gustaba mucho la idea de que anduviera con chicos mayores, pero con Richard fue diferente. No sé cómo, pero siempre lograba convencer a todo el mundo de que era inofensivo, que solo éramos amigos. Y así fue... por un tiempo.
Una tarde, después de uno de los partidos de Lucho, Richard me invitó a salir. No sé por qué acepté, supongo que tenía esa curiosidad por ver qué podría pasar entre nosotros. Fuimos a caminar por el malecón, y antes de darme cuenta, ya estábamos hablando de todo y de nada. Fue tan fácil estar con él, tan natural, que cuando me tomó de la mano, no me sentí nerviosa, sino más segura que nunca.
—¿Te das cuenta de lo que estamos haciendo? —me preguntó, mirándome con esa sonrisa que siempre lograba derretirme.
—¿Qué cosa? —respondí, aunque ya sabía la respuesta.
—Esto no es solo una amistad. Lo sabes, ¿cierto?—
Sentí cómo mi corazón se aceleraba, pero no podía mentirle. Lo sabía. Y entonces, sin más preámbulo, me besó. Fue un beso suave, lento, pero lleno de una intensidad que jamás había experimentado. Fue en ese momento que me di cuenta de que estaba enamorada de Richard Rios.
A partir de ahí, todo sucedió rápido. Nuestra relación pasó de ser un juego a algo real, algo serio. Cada vez que lo veía, sentía que todo el mundo desaparecía. Él se convirtió en mi refugio, en mi escape de la realidad. Me enamoré de él de una manera que no puedo describir, y eso me asustaba. Sabía que éramos jóvenes, que había cosas que no entendíamos del todo, pero eso no importaba en ese momento. Creíamos que podíamos con todo.
Pero lo que vino después fue otra historia.
Con el tiempo, las cosas se complicaron. El amor juvenil es maravilloso, hasta que te golpea la realidad. Y para nosotros, esa realidad llegó cuando me di cuenta de que estaba embarazada. Tenía 16 años, y mi vida cambió en un abrir y cerrar de ojos.
Recuerdo la primera vez que vi las dos rayas en la prueba de embarazo. Fue como si el mundo se detuviera. ¿Cómo iba a decirle a mis papás? ¿Y a Lucho? Pero lo más difícil fue decírselo a Richard. Cuando se lo conté, su reacción no fue la que esperaba. Quiso ser fuerte por mí, lo sé, pero vi el miedo en sus ojos. No éramos más que dos adolescentes, y de repente, estábamos a punto de convertirnos en padres.
—Vamos a salir adelante —me dijo, intentando sonar seguro—. Yo te voy a cuidar, a ti y al bebé—
En ese momento, quise creerle. Quise pensar que, por muy difícil que fuera, lo lograríamos. Pero con el tiempo, las promesas se volvieron vacías, las responsabilidades nos aplastaron, y el amor que una vez compartimos comenzó a desmoronarse.
Hoy, al mirar atrás, me doy cuenta de que fue el comienzo del fin. Un final que ni Richard ni yo vimos venir.