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El eco del estadio seguía resonando en mi cabeza, pero no era por la victoria. No, ese gol contra Uruguay me había dejado un sabor amargo en la boca, como si todo lo que viniera después no tuviera sentido. Aún tenía la adrenalina corriendo por mis venas, pero cuando vi a Adriana en la celebración, toda esa emoción se esfumó en un segundo. Sentí cómo el aire se hacía más pesado, como si hubiera regresado a un lugar del que nunca había salido del todo.
La gente a mi alrededor seguía festejando, las risas y el bullicio eran lo que se esperaba de una noche como esta. Sin embargo, para mí, lo único que realmente importaba era la imagen de ella, de Adriana, con Mateo en brazos y… con ese tipo a su lado. No supe qué hacer cuando la vi. No sabía si acercarme, si hablarle, o simplemente quedarme como un maldito espectador más, viendo desde la distancia lo que ya no podía ser mío.
¿Hace cuánto tiempo que no la veía? No sé, pero todo se sintió como si fuera ayer. Como si los meses y los años no hubieran pasado. Como si la última vez que la vi todavía la tuviera entre mis brazos, aunque todo se desmoronara después.
Cuando me acerqué y pronuncié su nombre, apenas me escuché a mí mismo. Fue como si mi voz saliera sin permiso, como si mi cuerpo me arrastrara hacia ella sin pensarlo demasiado. Verla allí con Mateo hizo que todo en mi interior se sacudiera. Él, mi hijo. Ahí estaba, con su cabello oscuro y sus ojos que parecían un espejo de los míos. Pero no sabía cómo actuar. ¿Cómo se supone que debía hacerlo? ¿Qué se supone que debía decirle a Adriana después de tanto tiempo?
—Adriana... —intenté llamarla de nuevo, pero el peso de su silencio me golpeó como un puñetazo en el pecho.
Lo peor fue verla al lado de ese tipo, ese coreano que parecía encajar en su vida de una manera que yo nunca pude. ¿Quién era él para estar ahí, para sostener a mi hijo en brazos como si fuera suyo? No podía entenderlo. Y, sin embargo, no dije nada. Me quedé ahí, tragándome la rabia, la frustración, las preguntas que se acumulaban en mi cabeza.
Ji-Ho, o como se llame, se acercó a estrecharme la mano, pero todo se sintió como una actuación. Lo hice por cortesía, porque sabía que todo el mundo estaba mirando, porque no quería ser el idiota que arruinara la celebración. Aun así, mi mente estaba a kilómetros de distancia, preguntándose cómo llegamos hasta aquí. Preguntándome por qué demonios las cosas salieron tan mal entre nosotros.
Mateo me miraba, curioso, como si supiera quién era, pero al mismo tiempo no supiera nada de mí. La culpa me consumió en ese momento, como una ola gigantesca que me aplastaba. No era solo por Adriana, era por Mateo, por el hecho de que no había estado ahí para él como debería haberlo hecho. Y mientras veía cómo el coreano lo cargaba, sentí que me quitaban algo que nunca debí dejar ir.
—Te ves bien —dije, porque no sabía qué más decir. Era una mentira. No se trataba de cómo se veía. Claro, Adriana seguía siendo hermosa, pero no era eso lo que me importaba. Se trataba de todo lo que no podía decir, de todo lo que había quedado entre nosotros. Pero sabía que no era el momento ni el lugar para soltarlo todo. No en medio de la celebración.
Ella me respondió con frialdad, como si no le importara. O quizá era yo el que le había enseñado a ser así. Después de todo, fui yo el que la dejó. Fui yo el que se fue cuando más me necesitaba.
Después de un silencio que pareció eterno, vi cómo Adriana se despedía con una mirada rápida y se alejaba hacia su hermano, Lucho. Todos seguían festejando como si nada pasara, pero yo me quedé ahí, sintiendo un vacío enorme. No podía moverme. Verla alejarse me dejó con una sensación que no había sentido desde la última vez que la vi.
Los recuerdos comenzaron a volverme a la cabeza como una ráfaga. Todo se mezclaba: la primera vez que nos besamos, las noches que pasamos juntos, las promesas que hicimos cuando éramos tan jodidamente jóvenes e ingenuos. Y luego, el día en que supe que iba a ser papá, el día en que todo cambió.
Pensé que al pasar los años, las cosas se habrían solucionado. Pero no fue así. Lo peor es que, en el fondo, sabía que esta no era la vida que quería. Yo quería estar con Adriana. Quería ser parte de la vida de Mateo. Pero las decisiones que tomé, y las oportunidades que dejé escapar, me trajeron a este lugar.
Quise irme, desaparecer del lugar y evitar todo este maldito conflicto interno, pero mis piernas no me respondían. Seguía clavado al suelo, mirando cómo Adriana reía con Lucho, mientras Mateo, aún en brazos del tipo, intentaba alcanzarla con las manos. Esa imagen me mataba por dentro. Esa era mi familia. O al menos, debió haberlo sido.
—Richard, hermano, ven, celebra —me gritó James desde el fondo, agitando una botella de cerveza en el aire.
Forcé una sonrisa y levanté la mano, pero no me moví. Mi mente estaba en otro lado, luchando con mil pensamientos que no me dejaban tranquilo. No era justo que después de todo este tiempo, aún me sintiera así por ella. No era justo que, aunque lo negara, en el fondo siguiera queriéndola.
Miré una vez más hacia donde estaba ella. Esta vez, me acerqué a James y los demás, intentando unirme a la celebración, pero sentía el peso de lo que había pasado con Adriana sobre mis hombros. Sentía que, sin importar cuánto lo intentara, ese vacío seguiría ahí, recordándome lo que había perdido.