Diferente

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Anthony

Mis manos permanecían en las suyas, firmes pero delicadas, manteniendo sus brazos elevados por encima de su cabeza, como si con ese simple gesto quisiera mantener el control de la situación... o de mí mismo. Sentía su respiración agitada, el leve temblor que recorría su cuerpo, y a pesar de todo lo que mi propio cuerpo demandaba, había algo en ella que me frenaba. No era solo lujuria lo que sentía, había un deseo de entenderla, de saber quién era realmente esta mujer que tenía tan cerca y a la vez tan distante.

Sus ojos, aún ocultos en la penumbra, me miraban, pero no había miedo en ellos, solo una incógnita, una pregunta que tal vez ni ella misma sabía formular. Deslicé mis dedos lentamente por la piel suave de sus muñecas, bajando poco a poco por sus brazos hasta sus hombros, disfrutando de cada segundo, de cada contacto.

—¿Quieres que te bese? —pregunté, mi voz más baja de lo que esperaba, como si las palabras se hubieran escapado antes de darles forma en mi mente.

Ella no respondió. No emitió sonido alguno. Pero lo sentí en el aire, en la forma en que su cuerpo se tensaba bajo el mío, una mezcla de expectativa y silencio.

Incliné mi rostro hacia el suyo, acercándome lo suficiente como para que pudiera sentir el calor de mi aliento, pero sin llegar a tocarla. Estaba esperando una señal, algo que rompiera el equilibrio entre la necesidad y la duda, pero ella seguía sin decir nada, con los labios apenas entreabiertos.

El silencio en la habitación se volvió aún más pesado, como si el aire mismo nos empujara a un desenlace inevitable. Pero no era ese el momento. No todavía.

Mis dedos rozaron su mejilla, apenas un toque, lo suficiente para percibir la suavidad de su piel. Entonces me aparté un poco, dando un paso hacia atrás, observándola desde esa nueva distancia, desde ese ángulo donde la tenue luz de las velas perfilaba su rostro.

Era hermosa, sí, pero había algo más en ella. Algo que me hacía sentir que lo que había venido a buscar en este club no era lo que realmente quería ahora.

Me quedé en silencio, esperando.

—Milord...—dijo ella, con una voz que revelaba una mezcla de nerviosismo y curiosidad. Su respiración era pausada, pero podía sentir la tensión en cada palabra—. Los hombres no suelen hacer tantas preguntas.

La forma en que pronunció mi nombre me desconcertó por un momento. Mi mirada seguía clavada en su rostro, donde la luz de las velas apenas alcanzaba a delinear sus facciones. Sentí que mi cuerpo respondía a la cercanía de ella, pero su respuesta, tan distinta de lo que había esperado, me mantuvo en un extraño limbo entre el deseo y la contención.

Me incliné hacia ella nuevamente, esta vez con más suavidad, como si quisiera que cada movimiento fuera medido, controlado.

—Quizás no soy como los demás —respondí en un susurro, mientras mis manos se mantenían sobre las suyas, aún presionando delicadamente sus muñecas contra la chaise longue.

Noté un ligero estremecimiento en su cuerpo. No era miedo, lo sabía, pero tampoco podía descifrar con claridad qué sentimientos ocultaba detrás de esos ojos oscuros que parecían observarme con algo más que simple curiosidad.

La habitación parecía encogerse, el silencio denso y opresivo. Paulina, aún tendida sobre la chaise longue, se atrevió a mirarme directamente. Sus ojos eran grandes, oscuros, llenos de algo que no esperaba encontrar. Había sido ella quien, con un susurro suave pero penetrante, rompió el hechizo que había envuelto nuestra proximidad.

—Si estás aquí... eres como los demás, mi lord —dijo, su voz temblorosa pero firme.

Sus palabras me golpearon con una fuerza que no pude anticipar. Mi cuerpo reaccionó antes que mi mente, separándome de ella bruscamente como si me hubiera quemado. Me puse de pie, retrocediendo unos pasos con el corazón acelerado. Ella tenía razón. Por más que quisiera pensar que yo era diferente, que me distinguía de otros hombres que frecuentaban lugares como este, ahí estaba. En esa misma situación. Buscando lo mismo que todos, o al menos eso parecía.

Me llevé una mano al pecho, como si intentar apaciguar los latidos fuera suficiente para calmar el torrente de pensamientos que me asaltaban. Paulina se incorporó lentamente, claramente nerviosa por mi reacción. La poca luz de la vela jugaba con las sombras de la habitación, y de repente, pude ver el miedo que se había instalado en su rostro. No era el temor de una mujer frente a un hombre deseoso, no. Era un miedo profundo, casi instintivo. Uno que me hizo sentir pequeño, mezquino.

—Mi lord, disculpe lo entrometida que he sido... —empezó a decir, con un hilo de voz apenas audible—. Simplemente, creí que... creí que podía hablar con usted como... —Hizo una pausa, tragando saliva mientras bajaba la mirada hacia sus manos, que ahora se retorcían nerviosas en su regazo—. Perdón.

El peso de sus disculpas me golpeó como una oleada de remordimiento. Había algo en su tono, en la forma en que había pronunciado "mi lord", que hizo que cada una de sus palabras cayera como una losa sobre mí. La barrera entre nosotros no era solo la diferencia de clases, ni el contexto en el que nos encontrábamos, sino el simple hecho de que yo estaba allí, participando en algo que claramente le hacía daño, que la ponía en una posición vulnerable. Su miedo me abrumó de una manera que nunca había experimentado. No era miedo a mí específicamente, era miedo a lo que yo representaba: un noble más, un hombre que podía usar su poder y su dinero para obtener lo que quisiera sin ninguna consideración por los demás.

Por un momento, me quedé sin palabras. Su disculpa me dejó aturdido. Era ella quien temía haberme ofendido, cuando en realidad, yo había sido el que, sin quererlo, había confirmado sus peores pensamientos. No quería ser como los demás. No quería ser otro hombre que tomaba lo que le ofrecían sin pensar en las consecuencias. Pero ahí estaba, y ella me lo había dejado claro con solo unas pocas palabras.

Respiré hondo, intentando reorganizar mis pensamientos, pero todo se sentía turbio, confuso. ¿Cómo había llegado a esto? Todo el ambiente festivo de momentos antes, las bromas con mis hermanos, con Will, la música y el alcohol... ahora parecían lejanos, casi irrelevantes. Había entrado en esta habitación creyendo que sería una distracción más, un escape momentáneo, pero lo que había encontrado era algo mucho más profundo. Y eso me perturbaba.

Paulina, aún sentada, parecía encogerse sobre sí misma. Se había apartado ligeramente hacia un costado de la chaise longue, como si temiera que cualquier movimiento en falso provocara una reacción de mi parte. Podía sentir su miedo, palpable en el aire, y eso me hizo odiarme por un instante. ¿Qué tipo de hombre causaba ese tipo de reacción?

—No... no tienes que disculparte —dije finalmente, con la voz ronca, como si las palabras se resistieran a salir. Di un paso hacia ella, pero al ver cómo se tensaba, me detuve en seco.

Ella levantó la vista brevemente, lo suficiente para que nuestros ojos se encontraran, pero la bajó de inmediato, avergonzada o temerosa de lo que pudiera ver en mi mirada.

—No soy... —empecé a decir, pero me detuve. ¿Qué iba a decir exactamente? ¿Que no era como los demás? Mis acciones hasta ahora indicaban lo contrario. Me aclaré la garganta e intenté nuevamente—. No quise... hacerte sentir incómoda.

Ella asintió ligeramente, pero su rostro seguía siendo una máscara de nerviosismo. Mi presencia no le ofrecía ningún consuelo, eso era evidente. Y sin embargo, había algo en la forma en que hablaba, en la manera en que me miraba, que me hacía pensar que no estaba tan lejos de llegar a una conexión genuina. A pesar de todo, no quería que me temiera. No de esa manera.

—¿Qué te gustaría hacer? —pregunté, mi tono suave, casi susurrante.

Paulina me miró, sorprendida por la pregunta. Por un momento, pareció no saber cómo responder. Después de todo, era una pregunta que probablemente no le hacían con frecuencia, si es que alguna vez alguien se había tomado la molestia de preguntárselo.

—No lo sé —admitió finalmente, con un pequeño temblor en la voz—. No estoy acostumbrada a que me lo pregunten.

Eso me dolió más de lo que esperaba. La realidad de su vida, de lo que debía soportar cada día, me golpeaba con fuerza. Sabía que no todos los hombres eran crueles, pero también sabía que el mundo en el que vivía estaba lleno de personas que no se molestaban en preguntar. Simplemente tomaban lo que querían.

Apreté los labios, sintiendo que, en este momento, tenía una oportunidad. Una oportunidad para demostrarle que, tal vez, las cosas podían ser diferentes.

—Bueno, entonces, esta noche... puedes elegir tú —le dije, mi voz casi un susurro—. Dime que quieres.

Paulina (Anthony Bridgerton)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora