Labrar la tierra

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Paulina

—Señor Tindale, lo siento mucho —dije, ajustando mi pañuelo con manos algo temblorosas—. Mi madre... no ha podido levantarse hoy. Está enferma.

El señor Tindale me observó en silencio, con sus cejas grises fruncidas y sus ojos claros analizando cada uno de mis gestos. Era un hombre mayor, curtido por los años en el campo, y si bien su carácter no era severo, no era fácil engañarle. Sabía muy bien lo que pasaba con mi madre y sus excesos nocturnos, pero, al menos por hoy, parecía dispuesto a dejarlo pasar. Me dedicó una media sonrisa, aunque no pude evitar notar el escepticismo en sus ojos.

—Paulina, no tienes que darme explicaciones, muchacha —respondió finalmente, su voz grave y pausada—. Conozco a tu madre, ya sabes. No hace falta que me lo jures. —Suspiró, tomando su gorra y ajustándosela antes de asentir hacia los campos—. Pero escucha, no puede seguir faltando. Que no ocurra de nuevo, ¿eh? No te preocupes, yo entiendo... pero mañana la quiero aquí, ¿de acuerdo?

Asentí rápidamente, aliviada de que no insistiera más, y me arremangué las mangas dispuesta a comenzar la jornada. Sabía que hoy iba a ser largo y complicado, pero al menos el señor Tindale no me había echado en cara la situación de mi madre, cosa que hubiera sido más que justificada. Con suerte, Emilia seguiría durmiendo cuando regresara, y no tendría que lidiar con la resaca de mi madre ni con más problemas en casa.

Cuando ya estaba lista para comenzar a trabajar, de repente vi a Beatrice corriendo hacia mí como una posesa, con el cabello alborotado y su rostro completamente rojo. Apenas podía respirar.

—¡Beatrice! —exclamé, sorprendida por su apariencia desquiciada—. ¿Qué pasa? Me estás asustando...

Pero antes de que pudiera obtener respuesta, algo extraño llamó mi atención. Vi a todos los jornaleros detener su trabajo. Un susurro general comenzó a extenderse entre ellos, y uno a uno, todos alzaban la vista hacia el mismo punto, al horizonte. Parecía que algo ocurría, algo que no alcanzaba a comprender todavía.

Me levanté, parpadeando por el resplandor del sol, intentando averiguar qué los tenía tan distraídos. El señor Tindale también dejó su azada a un lado y se quitó la gorra, mirando con atención hacia el camino que conducía a los campos.

—¿Qué está ocurriendo? —pregunté, cubriéndome los ojos con la mano para intentar ver mejor.

Y fue entonces cuando escuché la voz temblorosa de Beatrice, jadeando por el esfuerzo de correr hasta aquí.

—Paulina... —dijo, tomando aliento como si estuviera a punto de desmayarse—. ¡Paulina, que hace el vizconde Bridgerton aquí!

—¿Cómo? ¿Bridgerton? —exclamé, sin poder procesar lo que acababa de decir.

Mis ojos se abrieron de par en par, y finalmente, vi lo que todos estaban observando. Allí, a lo lejos, bajo el sol brillante de la mañana, Anthony Bridgerton, el vizconde, caminaba hacia los campos. Y lo peor de todo, no estaba vestido como el noble elegante que todos conocían. No. Se había vestido como uno de nosotros. ¡Como si fuera un campesino!

Los murmullos a mi alrededor crecieron, y sentí que mis mejillas se encendían de pura vergüenza. ¿Qué demonios estaba haciendo aquí? ¡Y vestido así!

Anthony

Mientras caminaba hacia los campos, sentí cómo el sol de la mañana calentaba mi rostro, pero también noté algo más: las miradas. Los jornaleros habían detenido su trabajo y me observaban con ojos muy abiertos, desconcertados. Lo comprendía, claro. No era común ver al vizconde Bridgerton, ni mucho menos vestido con ropas de campesino, en medio de la tierra que ellos araban cada día. A decir verdad, no era común verme en absoluto en estos lugares.

Cuando llegué más cerca, vi al señor Tindale, quien, con sus manos manchadas de tierra, dejó a un lado su sombrero y me hizo una reverencia, claramente confundido.

—Mi señor... —murmuró con un tono respetuoso, pero incrédulo.

Le sonreí, deteniéndome frente a él. Noté a Paulina observándome desde un poco más allá, con una mezcla de sorpresa y diversión en sus ojos, aunque parecía más bien no saber dónde meterse. Esa incomodidad en su expresión me resultaba, extrañamente, de lo más entretenida. Verla ahí, con una media sonrisa que intentaba ocultar, y el rubor en sus mejillas... me hacía sentir más relajado de lo que hubiera esperado en una situación así.

—Señor Tindale —dije, inclinando la cabeza ligeramente en un gesto cordial—, me comentó una amiga que necesitaban más manos para trabajar hoy en los campos, y no pude evitar pasarme para ayudar, aunque no estoy muy familiarizado con el trabajo manual.

El señor Tindale me observó en silencio por un momento, claramente sin saber si tomarse mis palabras en serio o si estaba siendo objeto de una broma. Miró mi atuendo, luego a los demás jornaleros, y por último, volvió a mí, frunciendo el ceño con perplejidad.

—¿Echar una mano, señor? —preguntó, asegurándose de que había escuchado bien.

—Así es. —Sonreí de nuevo, lanzando una mirada rápida a Paulina, que ahora se había cruzado de brazos, con una expresión que parecía debatirse entre la risa y la incredulidad. Su incomodidad me divirtió aún más—. Me temo que nunca he sido un experto en el campo, pero estoy dispuesto a aprender. Y... bueno, tenía algo de tiempo libre esta mañana.

Los ojos del señor Tindale se entrecerraron, como si aún no estuviera seguro de si todo esto era una elaborada broma. Finalmente, asintió lentamente y, con una sonrisa casi imperceptible, dijo:

—Pues... si es lo que quiere, mi señor... Bienvenido sea. Aunque, sí, ciertamente dudo que las labores del campo sean lo suyo.

Sonreí ante su franqueza. Tindale no era un hombre de rodeos, y lo apreciaba por eso. Luego, dirigí otra mirada a Paulina, que seguía allí, aún sin saber muy bien cómo reaccionar a mi inesperada presencia. Ella me devolvió la mirada, tratando de ocultar una sonrisa, pero claramente divirtiéndose con la situación. Yo, por mi parte, me encogí de hombros y le dediqué una sonrisa traviesa.

—¿Paulina? —le dije, con una mezcla de seriedad y burla en mi tono—. ¿Me enseñas cómo hacer este trabajo correctamente?

Ella soltó una pequeña risa, pero su expresión aún mostraba incredulidad.

—No sé si esto es una buena idea, vizconde —respondió, sacudiendo la cabeza, aunque una chispa de humor brillaba en sus ojos—. No creo que sus manos estén acostumbradas a este tipo de intensidad.

—Bueno, siempre hay una primera vez para todo —respondí, alzando una ceja—. Y por hoy, no soy el vizconde. Solo Anthony, un hombre dispuesto a aprender a labrar la tierra.

Paulina se llevó la mano a la frente, fingiendo frustración, pero no pudo evitar sonreír de nuevo.

—Anthony... —dijo mi nombre como si no pudiera creérselo—. ¿Sabes en lo que te estás metiendo?

—No, en absoluto —dije con sinceridad—. Pero creo que será un día interesante. Alguien me lo pidió y... yo no podía decirle que no.

Paulina (Anthony Bridgerton)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora