Capítulo 23: Yo, Guillermo

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Los primeros rayos del sol aparecieron en el horizonte. Las calles estaban casi desiertas, y la mayoría de los locales alrededor de la universidad permanecían cerrados. Dentro del campus, solo se oía el viento pasando entre las columnas, rebotando en las paredes y pasillos.

Guillermo se despertó estirándose con gusto, con una amplia sonrisa de satisfacción en el rostro. Continuaba fantaseando con todo lo que haría después de hablar con Gerardo, miraba el techo desde la camilla con ilusión. Su estómago rugió, y de inmediato, mil platillos desfilaron por su mente: pasteles de zanahoria, mole con pollo y arroz, ensalada rusa, tortas enormes con salchicha, jamón, cebolla, mayonesa y chiles en vinagre.

Esperó un rato, confiado en que los guardias de seguridad le enviarían algo de comer, pero las horas pasaron, y su antojo no hacía más que aumentar. Revisó su teléfono, pero no encendía. No quiso esperar más, se levantó de la camilla y se dirigió a la puerta, pero estaba cerrada. Guillermo frunció el ceño, y, por primera vez, no pensó en algo negativo. Seguro se volvió a atorar pensó. Tomó la manija con ambas manos y, ayudándose de sus piernas, levantó un poco la puerta, lo justo para desencajar el seguro, y la abrió.

Salió decidido a buscar a los de seguridad. En su camino, se encontró con una máquina expendedora y se alegró al verla. La abrió desde atrás y sacó algunas bebidas y galletas. Cuando abrió la primera envoltura, un pensamiento fugaz cruzó su mente: Seguro que Gerardo también tiene hambre, se dijo a sí mismo. Tanteó su bolsillo y notó que ahí estaba la carta; al verla, una sutil sonrisa se dibujó en su rostro.

Se dirigió al edificio B, creyendo que ahí estaría Gerardo. Miró por las ventanas de las aulas, pero todo parecía vacío. Se sentía cada vez más intranquilo, así que decidió dirigirse al edificio A en busca de ayuda. Subió las escaleras y se encontró con Maldonado, recargado en la pared, concentrado en su teléfono, con una expresión seria.

Maldonado levantó la vista y sonrió con incomodidad.

—Desde hace treinta minutos te estoy marcando —dijo, molesto y mostrándole la pantalla del teléfono.

Guillermo palideció, aunque se esforzó por mantener la compostura.

—No tengo batería —respondió secamente, apretando los dientes.

Maldonado se acercó a él con un aire de superioridad. —Te ves mejor —dijo sin molestarse en mirarlo—. Qué bueno que estés mejor, Memito.

—¿No debería estar de vacaciones? —preguntó Guillermo, intentando ocultar su molestia mientras lo miraba fijamente.

Maldonado soltó una risa exagerada. —¿Verdad que sí? Debería estar de vacaciones. Vamos a mi oficina, tengo frío.

Avanzó unos pasos y se detuvo al ver que Guillermo no lo seguía; este lo miraba con desagrado. Maldonado le lanzó una mirada severa, que poco a poco se transformó en una mueca.

—¡A mi oficina! —ordenó con un grito.

El corazón de Guillermo se aceleró, y pensamientos sombríos comenzaron a inundar su mente. Las imágenes de las ratas y sus recientes desgracias volvieron a su memoria. ¿Qué hace aquí? Pensó. Molesto, siguió a Maldonado hacia la oficina, sintiendo cómo se elevaba la temperatura de su cuerpo. En el trayecto, intentó ahogar sus pensamiento negativos: Todo estará bien. Cuando hable con Gerardo, no volveré a ver a esta mierda.

Una vez en la oficina, Maldonado se dejó caer en su silla con un suspiro de fastidio. Abrió una mochila, sacó un folder amarillo y lo arrojó sobre la mesa. Sin decir una palabra, comenzó a acomodar los papeles dentro del folder. Guillermo permanecía de pie, nervioso, con la frente húmeda. El silencio se le hacía insoportable, y poco a poco, su mente empezaba a traicionarlo.

¿Por qué estoy aquí? ¿Por qué sigo aquí?Donde viven las historias. Descúbrelo ahora