Capítulo 20: Días de escuela P.6

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Guillermo sentía un dolor intenso en todo el cuerpo, y el simple hecho de respirar se había convertido en un tormento. El suelo se sentía frío bajo su piel, y notaba cómo los insectos recorrían su cuerpo sin que él pudiera hacer nada para detenerlos. El dolor de cabeza lo atormentaba, agravado por el esfuerzo de llorar por las imágenes que no dejaban de pasar por su mente.

—Yo no fui... Yo no fui...

Cada vez que repetía esas palabras, Guillermo se aferraba más a la idea de su inocencia, hasta que, en su mente, visualizó a la mujer oscura en la escena donde Ana estaba en el suelo. La figura de la mujer se volvía más clara con cada pensamiento, hasta que finalmente Guillermo logró convencerse de que era la verdad

—¡Yo no fui! —gritó con firmeza—. Ana también lo sabe, ella lo sabe, seguro que ahora está abogando por mi... ¡Ella también me ama!

Con gran esfuerzo, se levantó del suelo. Sus brazos y piernas temblaban, y su aspecto era deplorable, como el de un anciano, encorvado y enfermo. Pero a medida que se enderezaba, su rostro comenzó a cambiar, recuperando algo de su juventud, aunque aún se veía muy enfermo.

Miró a su alrededor, tratando de ubicarse. Frente a él se alzaba un edificio enorme y ancho: era una plaza comercial. Recordó que a un par de kilómetros estaba la escuela. Dudó unos instantes hacia dónde ir. Vio patrullas y policías hablando con la gente, haciendo señas con las manos, como si estuvieran describiendo algo de estatura baja. ¿Me están buscando? Se preguntó. Como si esa mujer me estuviera buscando.

Cruzó la avenida y se dirigió hacia la escuela, pero al llegar a la entrada, vio que estaba cerrada. La fiesta es mañana, recordó, y el lugar en donde se celebraría le vino a la cabeza. Ahí podré verla, pensó, lleno de una nueva esperanza, y se dirigió al salón de fiestas.

La noche cayó mientras caminaba, y el cansancio, el hambre y la sed lo debilitaban cada vez más. Al llegar cerca de una gasolinera, se dejó caer junto a una pared, susurrando para sí mismo: —No me alejarán de ti, nadie va a arruinar esto.

Su estómago rugía y su mente se nublaba. En un momento de desesperación, miró a su alrededor, buscando algo familiar, y en medo de la oscuridad. Distinguió un par de ojos redondos observándolo. No había autos, ni sonidos, nada que interrumpiera el silencio de la noche. Los ojos se alzaron lentamente y se acercaron con una lentitud amenazante.

—No... no, ¡déjame! ¡déjame en paz! ¡Maldito demonio! —decía Guillermo, débil y desesperado.

Intentó arrastrarse por el suelo, pero la figura se interpuso en su camino. No tuvo el valor de levantar la mirada y se tumbó en el suelo, las lágrimas cayeron y apretó los ojos, esperando lo peor.

—Por favor... —murmuró con voz temblorosa—. Déjame vivir...

La silueta se acercó aún más y, para sorpresa de Guillermo, se sentó frente a él, extendiéndole un par de obleas y una botella con un poco de agua. Guillermo levantó la mirada con esfuerzo y se encontró con un hombre de cabello alborotado y barba descuidada. Sus ojos redondos parecían esconder algo, pero al mismo tiempo, le ofrecía la comida con un gesto amistoso.

Sin dudarlo, Guillermo tomó las obleas y la botella. —Gracias —dijo, en apenas un susurro.

Devoró las obleas y bebió la poca agua que quedaba. El hombre lo observaba con una expresión indescifrable, tenía sus ojos grandes y fijos en Guillermo, como si estuviera analizando cada uno de sus movimientos.

—¿Por qué estás aquí? —preguntó el hombre con una voz profunda y calmada.

Guillermo, a pesar de la ayuda, no podía dejar de sentirse inquieto ante el aspecto del hombre y la intensidad de su mirada. Tardó unos segundo en responder, cuidando no enfrentarse a esos ojos.

¿Por qué estoy aquí? ¿Por qué sigo aquí?Donde viven las historias. Descúbrelo ahora