Capítulo 3: El primer caldo

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Tomó el teléfono para ver la hora: eran las siete veinte de la mañana. Parpadeó confundido. El álbum de Iapetus duraba poco más de una hora, pero se sintió mareado, incapaz de creer el tiempo que había pasado.

Dejó caer el teléfono y miró sus manos; estaban temblando. Las veía distintas, ajenas a él. Un dolor de cabeza le arrancó una mueca de sufrimiento mientras las imágenes del viaje volvían a su mente como tsunamis. La última imagen era la de él mismo, un bebé indefenso en la oscuridad, con las cenizas flotando a su alrededor, y la respiración de la mujer:

—Oh...

Cuando el dolor se detuvo, buscó su teléfono y quiso reproducir el álbum, pero no lo encontró. Intentó poner el nombre en el buscador, pero lo había olvidado. Probó buscarlo por el nombre del álbum, pero también lo olvidó. Intentó describir la imagen de la portada en el buscador, pero incluso eso desapareció de su memoria.

Los primeros rayos del sol se colaron por las persianas mientras él buscaba frenéticamente el álbum. Revisó el historial y el sitio de críticas, pero no encontró rastro de la música. Durante el día, hizo berrinches, saltó, pateó y gritó por no encontrarla.

Su teléfono sonó cuando creyó recordar el nombre del artista. Era Maldonado, y eso lo enfureció aún más, así que colgó al ver el nombre en la pantalla. Miró el reloj y se molestó más al ver que eran las tres de la tarde. Su estómago rugió, y se dispuso a salir por un caldo de pollo, pero el teléfono volvió a sonar; era Maldonado de nuevo, así que contestó.

—Bueno, bueno, bueno, ¿qué pasa?

—Buenas tarde Guillermo. Soy Diego. Necesito que te presentes a mi oficina ahora mismo. Hay un problema del que tenemos que hablar.

Su jefe colgó la llamada y Guillermo estalló. Gritó, golpeó la pared y pateó el colchón, la silla y la mesa.

La puerta de su departamento sonó violentamente.

—¿¡Memo, estás bien!? —gritó Rosa.

Guillermo detuvo su caos para abrir la puerta. Rosa lo miró, sorprendida y preocupada por su aspecto.

—¡Ay, madre santísima! —Rosa se llevó la mano al pecho—. ¿Qué te pasa, querido? Puedo llamar a un doctor si gustas o te puedo preparar algo calientito...

—¿De qué habla? —interrumpió él, arrebatado y con una mueca—. Todo está bien, ¿qué quiere?

—Ay hijo, se escuchan gritos y golpes, pensábamos que te estaban robando —dijo, señalando a los vecinos con la mirada.

Guillermo dio un paso al frente para mirar el pasillo y vio a los vecinos alrededor. Al verlo, se llevaron las manos a la boca y susurraban sin despegarle la mirada. Guillermo sintió el peso de sus miradas sobre su pecho, se sintió expuesto, pequeño ante ellos, y disimuladamente se cubrió el rostro con la mano.

—Estoy bien, Rosa. Váyase.

Guillermo cerró la puerta, se dirigió a su buró y sacó un espejo de mano. Sintió que la sangre le bajó hasta los pies y se mareo al ver su rostro. Tenía los ojos amarillentos, ojeras oscuras que parecían más que simples ojeras. Sus dientes estaban enrojecidos y amarillentos, las encías moradas, la lengua estaba blanquecina, y su piel se veía opaca. Se tocó el rostro, sin poder creer lo que veía, hasta que llegó a la cabeza y notó que su cabello caía con facilidad.

—No, no, no, Estoy bien, estoy bien —repitió durante varios minutos.

Necesitaba salir a respirar. Ya estaba vestido, así que solo se puso los zapatos, una gorra y unos lentes oscuros.

Aún había algunos vecinos afuera, hablando entre ellos. Cuando Guillermo salió, bajaron las voces, y él lo notó. Se sintió observado y juzgado, y se apresuró a bajar las escaleras.

Abajo, estaba Rosa hablando con un señor regordete que llevaba anteojos redondos que hacían que sus ojos parecieran enormes.

—Yo podría abarcar una parte que le debe —dijo Rosa al hombre—. Ahorita se ve bien malo, no sea gacho.

Guillermo quiso pasar desapercibido, pero ambos supieron que era él por la forma berrinchuda de sus pasos.

—¡Memo! —dijo Rosa, cruzándose en su camino—. ¿A dónde vas, hijo? Tienes que descansar, ya casi está una sopita que tenía guardada...

—No necesito nada. Tengo cosas que hacer.

—¿Seguro de que estás bien? —preguntó el hombre de los anteojos—. Rosita dice que andas malo.

—Estoy bien, Don Pancho, de maravilla. Siento que podría volar.

—Me alegra escucharlo tan positivo, porque tenemos que atender unos asuntitos.

—La próxima semana me pagan; con eso le pago los dos meses que debo.

—¡Oh! Me da gusto oír eso. ¿Entonces nos vemos el...?

—E-e-el miércoles ya tendré el dinero.

—Bueno —Pancho le estrujó la mano, y a Guillermo le dolió el apretón de sobremanera—. El miércoles nos vemos.

Guillermo salió del edificio con la mano adolorida y susurró con rabia, temiendo que lo oyeran:

—¡Viejo de mierda!

Miró hacia la universidad y recordó que Maldonado quería hablar con él. —Ni que me lo estuviera cogiendo para ir ahora que no estoy trabajando —dijo, justo cuando pasó un señor con gorra frente a él.

Metió las manos en los bolsillos de la sudadera y fue a comprar su caldo. De regreso a su departamento, recordó los momentos frustrantes que había tenido en tan poco tiempo. Se desvió hacia un estrecho callejón y se acomodó en el suelo, entre dos coche estacionados. Sacó el caldo de la bolsa, buscó la cuchara y, al recordar que ya no daban cucharas, hizo una mueca y golpeó el suelo.

Quitó la tapa y el primer sorbo le supo a gloria. El caldo estaba en el punto perfecto de calor: casi quemaba, pero no llegaba a hacerlo, y tenía un agradable picor. El arroz y las verduras lo acompañaban perfectamente, dándole una textura diversa y compleja que se disfrutaba en cada sorbo.

Cerró los ojos y saboreó las especias como si fuera la primera vez que probaba un caldo de pollo. Bajó la mirada, y con la mano desnuda buscó la pierna de pollo, mordiéndola y dejando que los jugos se deslizaran por su mano. El pollo estaba suave y bien cocido, impregnado por el sabor del ajo y la cebolla.

Los ingredientes lo transportaron de nuevo a su viaje: los aromas, el viento en sus mejillas. Su nariz se envolvió en un aroma rico, variado, casi sensual. Cerró los ojos de nuevo, y, entre las sensaciones sintió que estaba en otro lugar, uno lleno de belleza que podía disfrutar sentado, en paz. Se envolvió tanto en aquel viaje que ni siquiera notó cuando el recipiente del caldo se cayó de sus manos.

—Oh... —escuchó el susurro femenino en su oído, tan cerca que pudo sentir la presencia de la mujer.

Abrió los ojos asustado y vio el caldo derramado en sus pantalones. Maldijo en voz baja mientras se limpiaban, apurado, alerta.

La bocina de un camión lo hizo dar un grito histérico. Se levantó de mala gana, dispuesto a insultar al responsable. Sin embargo, al ver la multitud de hombres fornidos, tatuados y con un léxico vulgar, bajó la cabeza y siguió su camino en silencio.

¿Por qué estoy aquí? ¿Por qué sigo aquí?Donde viven las historias. Descúbrelo ahora