Golondrinas.

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Y Margo, por supuesto, no recordó nada, ni un pequeño e insignificante indicio de su vida pasada al cabo de una semana. Por esos días él ya comenzaba a acostumbrarse a la falta de pudor, exceso de confianza y seguridad en sí misma de Margo. Lo acompañó durante dos días más al colegio y después desistió:
-¿Sabes? -le dijo una mañana, desayunando fruta con jugo de naranja- Creo que hoy me quedaré aquí. Saldré a tomarme un té de limón. ¿Sabes de algún lugar en donde vendan té de por aquí?
Y él, claro, le mencionó la cafetería -en donde servían buenos tés- del zócalo de la ciudad, en donde se encontraba, erguida y omnipotente, la estatua de Juárez.
-¡Mmm! -gimió ella- Entonces iré a esa.
Él le dijo las indicaciones sobre cómo llegar en autobús.
-No tardarás más de quince minutos -agregó.
Y así lo hicieron. Por primera vez en cinco días, se separaron. Él fue a dar sus clases de siempre, mencionando a los alumnos, preparados para ver a Margo, que ella se había tomado el día libre.
-¿Tienes iPod? -preguntó Margo cuando los dos regresaron a casa.
-Sí -respondió él mientras servía sopa de fideos en dos platos hondos.
Y así Margo comenzó a irse muy seguido, con su iPod, a aquella cafetería a tomar té de limón mientras escuchaba a Vance Joy o a Natalia Lafourcade.
«Me gusta su música» pensaba Margo a menudo cuando iba subida en el autobús. Entonces evocaba su rostro y sonreía. «Es un muchacho coqueto».
Y así pasaron los días. «De lunes a viernes, como las golondrinas del poema de Bécquer*». Y pronto, aquellos dos empezaron a llevarse tan bien, de una manera tan natural, que al cabo de dos semanas ya se habían acoplado por completo a su nuevo estilo de vida. Además, Margo no sentía un ápice de miedo o preocupación. No le preocupaba el no saber qué era de ella. ¿Tendría padres? La verdad ya no importaba. ¿Hermanos, mejores amigos, incluso novio? Aceptaba que ya los había dejado atrás. No tenía ninguna preocupación, sólo aquel muchacho de mejillas sonrojadas le importaba en esos momentos.
Sin embargo, Margo no estaba enamorada. Por lo menos no durante aquellos días de agosto.
Se despertaban a las seis de la mañana. Margo caminaba desnuda por la casa tomando la primera taza de té de limón del día -él tuvo que comprar dos cajas más acabando la primera semana- y después subía a tender su cama mientras él se bañaba. Luego ella se metía a la ducha y, acabando, los dos preparaban el desayuno. Siempre fue fruta con jugo y una variedad enorme de desayunos estereotipados. Acabando el desayuno, Margo salía a contemplar los volcanes mientras fumaba un cigarrillo y él preparaba su maletín para irse al colegio. Después, con un pequeño beso en la mejilla, cada quien se iba por su lado: Margo con el iPod y Vance y Natalia cantándole al oído y él con la corbata goleándole el rostro a causa del fuerte viento matinal.

Al terminar el primer mes de sus nuevas vidas, Margo consiguió trabajo en la cafetería del zócalo.
-¡Ya es hora de que te ayude! -le dijo cuando los dos regresaron a casa aquel día.
Margo había empezado a llevarse bien -como era de suponer- con los meseros y el gerente del lugar. Y pronto, cuando hubo que contratar a más personal, el gerente no pensó en nadie más que en la «muchachita bonita que toma mucho té».
Platicaron unos minutos y Margo aceptó al instante. Entraría a trabajar a las nueve de la mañana y saldría a las cuatro con las propinas correspondientes. Sin embargo, para acabar con los trámites para la contratación tendría una entrevista con el dueño del lugar.
El dueño, de cuyo nombre no quiero acordarme**, era un hombre de unos cuarenta y cinco años, gordo y con varios tics: se estiraba la playera a cada momento, así como cogía con sus dedos su labio inferior y lo estiraba también o, a veces, se peinaba demasiado mientras repetía todo lo anterior. Además de ello tenía una obsesión con el buen cumplimiento de sus trabajadores, pues de otra manera entraba en crisis. En pocas palabras, que era jefe mas no líder.
La entrevista resultó con naturalidad. Margo respondió correctamente a la mayoría de las preguntas y, además, su confianza al hablar y la soltura que tenía aseguraban que sería una mesera amigable y social. El dueño quedó encantado con ella, además de que "contaba con un bonito rostro y al caminar movía bien las nalguitas", pensaba él. Y eso también llamaría la atención a la clientela, por supuesto.
Así empezó a trabajar en la cafetería. Pronto hizo buenas relaciones con sus compañeros de trabajo y, después de unas pocas semanas de conocerse más y de contar ya con un duplicado de llaves de su nuevo hogar, empezó a salir con ellos en las noches a cantar a algún karaoke de por ahí o incluso ir a beber a un bar para homosexuales, pues dos chicos de los que trabajaban ahí eran pareja y mantenían buenas -buenas- relaciones con el dueño del bar.
Y fue así como Margo empezó a darse a conocer entre los hombres y también entre algunas mujeres. Cuando dejaba alguna orden de lo que fuese en una mesa y se iba, empezaban los clientes a platicar de ella. "Qué chica tan más bonita", decían algunos, otros decían sin dar más rodeos "yo sí le doy" y otros se limitaban simplemente a observarla caminando de regreso al local con la bandeja vacía. Y no fueron pocas las ocasiones en las que chicos guapos, no tan guapos, feos, altos, chaparros y de toda clase le pidiesen su número telefónico. Ella siempre se negó, de una manera amable, claro. Pero pensaba que con un sólo chico lindo en su nuevo apartamento era más que suficiente.
Por su parte, él se dedicaba a seguir dando clases como siempre. De vez en cuando iba a la cafetería a escribir y, cuando se cansaba, prendía un cigarro (o si se lo podía permitir, un buen puro) y observaba a Margo entrando y saliendo del local. La miraba con una sonrisa en el rostro. Le encantaba ver a Margo trabajando sin mostrar nunca indicio alguno de cansancio. Adoraba también su hermoso rostro sonriendo ante los clientes y el excelente servicio que daba. Se sentía tan tranquilo cuando la observaba... Podía quedarse todo el tiempo que quisiese viendo sus ojos marrones brillando ante el sol de septiembre, sus cabellos negros moviéndose al compás de los vientos vespertinos y su cintura de diosa subiendo y bajando trayendo de aquí para allá tazas de chocolate, café o té, bocadillos y demás.
Normalmente la esperaba hasta que acabase su turno e -si ella no salía con sus compañeros- iban a caminar por las calles del centro, subían a la pirámide, observaban a los volcanes y se tomaban fotografías que pronto empezaron a colgar en una pared del apartamento. Eran fotos sin enmarcar, pegadas a la pared con tachuelas de muchos colores.
Sin embargo, nunca se habían dado un sólo beso a pesar del amor tan obvio que ya había aflorado en esos momentos. ¡Ah, pero cómo morían por hacerlo!
Cómo morían. De verdad.

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* Sacado de la canción "Jueves" de La Oreja de Van Gogh
** Sacado de la primera parte del Quijote de La Mancha de Cervantes Saavedra.

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