Flor.

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A veces, cuando me paseo desnuda por la casa, siento un remordimiento ligero al pensar en lo que le hago pasar. Yo sé -y me di cuenta desde un principio- que a él le gusta mi cuerpo. Y podría asegurar que le gusta mucho. Lo noto por la erección que se forma con frecuencia bajo sus pantalones... Él es muy malo escondiendo esas cosas.
Sin embargo, lo quiero. Y lo he aprendido a querer bien. 
Tengo un nuevo empleo en una cafetería bellísima. ¡Bellísima, sí que sí! Y me gusta tanto trabajar allí... Las horas se pasan como si fuesen minutos y nunca me canso. ¡Nunca! Y eso ha de ser raro para mis compañeros de trabajo, pues con frecuencia se asombran de mi constante energía y disposición al trabajar. Y yo simplemente me río. ¿Qué más se puede hacer?

Todavía tengo ligeras pesadillas. Ligeras, breves y concisas. Con un mensaje tan claro como el agua: pronto. ¿Pronto qué? No tengo la más remota idea, pero sea lo que sea que vaya a suceder, será pronto. Y no le agreguen a la línea anterior un sentimiento de misterio o suspenso. No, eso se lo dejo a Stephen King o a Lovecraft. Sólo imaginen la palabra pronto impresa en una gran -gran- hoja de papel blanco, indefensa. Así, sin más. Gracias.
Algunas de las pesadillas que tengo se reducen a grandes golpes recibidos en la cara o a gente caminando en una gran, gran plaza. Aquella gente no me gusta para nada, aunque no me hagan nada. Simplemente no me gusta. Y por aquella razón ya es una pesadilla.

Tengo nuevos amigos en el trabajo. Dos de ellos son homosexuales y a menudo los acompaño a un pequeño bar-antro para homosexuales que se encuentra a unas calles de la cafetería. Y como mantienen constantemente relaciones sexuales con el dueño del lugar, obtienen bebidas gratis y cosas por el estilo. Y, de vez en cuando, aquellas bebidas gratis se extienden a sus acompañantes, o sea yo. Y a mí me gusta tomar gratis. Me gusta tanto como él. Y él me gusta tanto como los volcanes y su nieve. Su nieve blanca como el algodón o la leche.
Y el algodón me gusta.
Mucho.
Margo.

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Por aquellos días en los que Margo trabajaba arduamente en la cafetería y él se paseaba por el salón de clases mencionado a algún prócer de alguna materia importante, una pequeña niña corría por las calles pobladas del centro de la ciudad.
Sus pequeñas sandalias baratas repiqueteaban chistosas sobre el concreto y en su pequeña e inocente mente sonaba una canción que había escuchado en la radio esa misma mañana. Y mientras la recordaba, daba vuelta en la esquina de la 13 y la 22 y recorría puestos de comida, de artesanías y de cualquier cosa. Mas ella no se fijaba en ello. Caminaba y actuaba como si fuese una pequeña princesa y era a ella a la que tenían que ver.
Y con aquella dignidad de princesa levantaba la frente y observaba, con admiración, aquella gran lengua de humo y cenizas que se extendían por el cielo formando chistosas figuras. ¡Parecía una gran y gigantezca nube en el cielo! Nada más que ésta era gris y, claro, más bella, pues salía de la boca de aquel a quien su madre solía llamar "El monte que humea". Y eso le daba una razón más para sonreír y mostrar unos pequeños agujeros en donde hacía un día habían dos grandes dientes de leche. Habían sido tan grandes que estaba segura que el ratón de los dientes le daría más de veinte pesos bajo su almohada. Y con esos veinte pesos tendría suficiente para comprarse una paleta o algo parecido.
Y así siguió recorriendo con alegría las calles del centro, dirigiéndose al zócalo. Ahí había un pequeño kiosco de colores claros y le gustaba entrar en él y observar las banquitas que estaban puestas a su alrededor. A veces parejas de todos tamaños y colores se sentaban a platicar o a besarse y otras veces ancianos o niños se sentaban para descansar o comer algo. Sin embargo, antes de llegar a su kiosco querido, divisó a lo lejos, allá donde se encontraba una estatua enorme de aún no sabía quién, un puesto de flores. Así, de madera vieja con muchos ramos de todos colores. Seguramente lo habían puesto el día anterior pues jamás lo había visto.
Pronto el kiosco perdió interés para ella y fue corriendo hacia aquellas flores. Pasó junto a un ciclista que manejaba a toda velocidad, junto a una anciana que jalaba a un niño del brazo para que la siguiera, junto a un perro que mordía con diligencia un trozo de carne que alguien de los restaurantes aledaños le había lanzado y junto a una muchachita de pelo oscuro que cargaba una charola de plástico llena de tazas de café. Sin embargo al pasar junto a ésta última perdió el equilibrio y chocó por accidente contra la pierna de la muchacha haciendo que ésta derramase todo el café de la charola por el suelo. Un ruido de tazas rompiéndose inundó la cafetería y el dueño del lugar -que padecía de graves tics en varias partes del cuerpo- salió con el rostro prendido por la furia apunto de ocasionar que un simple accidente -que ciertamente entraba en el apartado de gajes del oficio- se convirtiera en un problema de carácter nacional. Sin embargo, su mujer, que se encontraba, gracias a Dios, aquel día en el local tomando un café con una amiga, se paró de su asiento tranquilamente y caminó hacia su marido poniéndole una mano sobre el hombro y susurrándole al oído palabras indescifrables para que éste se calmara. Y así fue.
La niña se quedó paralizada por completo mientras observaba cada movimiento que la gente hacía gracias al accidente que ella había ocasionado. Sintió en sus suaves mejillas un calor inusual que las iba inundando poco a poco y pronto sintió como si su rostro estuviese cerca de una vela pues hasta las cejas se le habían puesto calientes y rojas como tomates. Y con una hermosa y nueva voz de niño dijo hacia la muchacha que, tranquila, limpiaba el desorden:
-L-l-lo siento -. Fue lo único que salió.
Margo se volteó con sus ojos brillantes de siempre y sonrió a la niña.
-No te preocupes -dijo-, a todos les llega a pasar. ¿No lo crees?
Ella asintió. Le había gustado la sonrisa de esa muchacha. Tenía ojos muy bonitos, además. Entonces vio sobre una mesa unas cuantas servilletas. Fue hacia ellas rápidamente y regresó para ayudar a Margo a limpiar el café regado. Margo no se negó y dejó que la ayudara. Era una niña hermosa. Tenía el cabello color marrón claro, brillante y ondulado, unos ojos cafés igual de bellos y además mostraba lindos agujeros en su dentadura.
Al acabar de limpiar el café, Margo se reincorporó y, sonriendo, se dirigió hacia la niña:
-¡Muchas gracias! Me has ayudado mucho.
La niña, todavía roja, le respondió:
-¿Cómo te llamas?
-Me llamo Margo -. Luego agregó-: ¿Y tú?
-Flor -respondió Flor.
-Mucho gusto, Flor -dijo Margo y le rascó su cabecita.
Y lo que no sabían ellas dos era que ese pronto que había soñado Margo durante las últimas semanas, acababa de llegar.

¿Dónde está Margo?Donde viven las historias. Descúbrelo ahora