¿Dónde estoy?

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Margo despertó lanzando un gran grito al vacío. De pronto sintió miedo pues pensó que no conocía el lugar en donde se encontraba. Cerró los ojos y pensó que los volvería a abrir y ahí estaría ella en el sofá o en la cocina de su nuevo hogar. Sin embargo, al momento de abrirlos, su miedo se acentuó y un pánico empezó a abordar todo su cuerpo al darse cuenta que definitivamente no conocía el lugar en donde estaba. Era un cuarto solitario y pequeño en su mayoría hecho con madera oscura, los tablones vetustos y exiguos exhalaban un hedor irreconocible y jamás olido antes por Margo: era el olor del olvido. Trató de moverse pero un crujido abajo de ella hizo que lanzara otro grito. Se dio cuenta de que estaba acostada en un colchón sin sábanas depositado en unos viejos tablones de madera. Trató de serenarse y se sentó en la orilla del colchón, observando su alrededor. Unos cuadros pintorescos y que daban la impresión de haber sido colgados hacía siglos contenían más polvo encima de ellos de lo que Margo había visto jamás. Eran retratos de próceres antiguos vestidos con ropas del siglo XVIII, paisajes pintados con óleo por una mano diligente y al fondo se encontraba, arriba de un viejo librero, un cuadro que parecía hecho por Dalí. Margo golpeó con la mano extendida un costado del colchón y éste lanzó al aire más polvo. Se notaba que tenía mucho tiempo que aquel cuarto no era utilizado. ¿Dónde estaba? Aquel cuarto no representaba, a primera vista, una amenaza. Margo no estaba encadenada, simplemente depositada sobre un lugar en el que ella jamás había estado... O eso creía. Al seguir observando el cuarto y girar a la derecha la cabeza, Margo vio un vaso de agua puesto sobre una mesita. Era un vaso limpio con agua cristalina. Probablemente fuese lo único limpio en aquella habitación. Margo cogió el vaso y lo levantó hasta sus ojos, observando el agua por si encontraba algún color, alguna pastilla, algo que le pudiese indicar que no debía tomar aquella agua. Podría ser veneno o qué sabía ella, ¡por supuesto que no tomaría aquel vaso de agua!
Por fin, Margo se puso de pie y caminó hasta el librero que estaba frente a ella. Éste estaba lleno salvo un pequeño espacio en el estante inferior. Los libros no tenían ninguna frase impresa en el lomo y la mayoría eran de color negro, otros de color verde fuerte y unos pocos de color rojo oscuro. Ella no se atrevió a tocarlos. A su izquierda había una puerta, así como a su derecha. Puertas igual de viejas que todo lo demás en ese cuarto salvo el vaso de agua.
Fuese quien fuese quien la hubiese metido en ese cuarto y hubiese dejado aquel vaso en esa mesa -a menos que hayan sido personas distintas- tendría que ser alguien bastante extraño, pensó Margo. Su corazón latía con fuerza mientras su rostro pálido seguía observando la habitación. Algunos tablones de la pared tenían manchas de pintura del mismo color que los lomos de los libros, excepto que en estos la mayoría de los colores eran el verde y el rojo. Parecía que, en la antigüedad, aquellos colores habían llenado toda la habitación, sin embargo la pintura había caído y algunos resquicios de ella descansaban sobre el suelo, apaciblemente y llenos de polvo. En el extremo derecho de la habitación, junto a la mesa de noche donde estaba el vaso de agua intacta, se encontraba una cajonera de color marrón oscuro. Encima de ella descansaba una libreta exigua con un plumero y un tintero a su lado. Margo se acercó hacia allí y, sin pensarlo, tomó la libreta con sus manos cuidadosamente. Era una libreta con las hojas amarillentas por el paso del tiempo en donde se encontraba escrito lo que parecía un diario. No obstante, el diario no contenía ninguna fecha escrita, sólo los relatos de alguien que, al parecer, vivía en aquella habitación. Margo seleccionó una página cualquiera y comenzó a leer:
«Ayer salí a la plaza del centro de la ciudad, si se le puede llamar ciudad a esto, claro. El reloj, alto e imponente como siempre marcaba las 4:05 de la tarde y, mientras el segundero caminaba como si nada sobre los grandes números, yo pisaba fuertemente el suelo con mis zapatos, marcando el ritmo del reloj. Lo hice al principio guiándome por el segundero pero luego comencé a pisar más rápido, como esperando que ahora el segundero me siguiese a mí. Pero, como era de esperar, el segundero siguió su curso normal.
«El reloj me gusta, como también es de esperar aunque sea viejo y feo. Pero no es por su estética por lo que me gusta, sino porque es lo único que se mueve sin problemas y constantemente en este lugar. Aquí casi nadie se mueve constantemente. Y eso no me gusta. Porque te sientes sola cuando no se mueve nadie contigo.
»Ayer también encontré un cochecito de juguete tirado sobre el suelo, junto al reloj. Era un cochecito rojo, como camioneta. Tenía una canastilla de madera atrás a modo de cajuela y en su interior no había nada. Y yo no sabía por que estaba ahí, sin embargo me inundó una ligera felicidad, pues aquel cochecito tirado sobre el triste suelo significaba que alguien -lo más seguro era que hubiese sido un niño, pues nadie más llevaría un cochecito rojo consigo- había pasado por ahí y había dejado aquel cochecito sobre el suelo. Y para que pasara eso aquel niño hipotético tuvo que moverse. Y eso me llenaba de felicidad y esperanza.
»Felicidad y esperanza.»
Tampoco había firma debajo de aquel escrito. Margo dejó la libreta donde estaba y se sentó de nuevo en el colchón polvoriento. No estuvo mucho tiempo sentada pues rápidamente se paró y fue hacía la puerta de la derecha y sin pensarlo giró el picaporte, lanzándose al exterior. Rayos de luz crepusculares la cegaron antes de que pudiese ver la silueta de una mujer recargada en un barandal igual de viejo que todo lo demás.  Sus cabellos largos y marrones volaban hacia la izquierda guiado por el viento vespertino y cuando volteó la cabeza por el ruido hecho por la puerta al abrirse, Margo perdió el aliento.
«Dios mío», pensó. Era Flor.

¿Dónde está Margo?Donde viven las historias. Descúbrelo ahora