Apología de Sócrates

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Pierre hacía pan todos los días, sin excepción. No lo tomaba como trabajo o como razón de tedio o hastío, sino como la pasión de su vida. Y aunque realmente era poca la gente que le compraba -casi todo el pan que hacía era repartido de casa en casa a modo de regalo-, siempre se le notaba positivo ante el tema del dinero:
-A mí no me importa ganar o no dinero -decía-. Con que tenga cómo hacer mi pan, me doy por bien servido.
Después, cerraba la boca por un buen rato mientras amasaba y preparaba los hornos. A veces bailaba y otras no, dependía completamente de su estado emocional y de la suavidad de la masa. Si la masa salía más dura que el día anterior o le faltaba algún ingrediente para que quedase perfecta, se sentía desasosegado.
Margo comenzaba a acostumbrarse a aquel sitio. Si bien no le gustaba en lo absoluto y las primeras noches, que en realidad nunca eran noches ni días ni nada, no pudo reprimir las lágrimas, logró convencerse de que allí pasaría un buen rato. Y eso, claramente, la desesperaba, la desquiciaba, la hacía entrar en un estado de tristeza e ira que sabía que ni Pierre ni Flor entenderían, pues ellos habían superado aquella etapa desde hacía mucho tiempo.
-Aquí llevo mucho tiempo, Margo -le decía Flor-. Y claro, no te culpo por llorar y golpear. Yo hice lo mismo y lo único que puedo decirte es que lo saques todo. Que llores cuanto puedas y grites si es necesario. No te guardes nada.
Y Margo, asintiendo, con la boca formando una línea recta, pensaba y luego decía:
-Flor, ¿recuerdas tu infancia?
-Claro.
-¿Me recuerdas? ¿Recuerdas la cafetería, el cielo, las noches, los días y el kiosco del zócalo?
-Por supuesto. Hasta la estatua.
«La estatua», pensó. «Cuando yo estaba allí, la estatua me parecía triste y fea. Ahora daría todo para estar frente a ella»
-Sí -dijo Flor, como si pudiese adivinar el pensamiento de Margo-, yo también daría todo por verla de nuevo.
El reloj de la plaza seguía moviéndose al compás de los segundos, el crepúsculo continuaba en su cenit y en lo alto de aquel edificio similar a un convento, una sombra se movía en todas direcciones.
Margo ya lo conocía, por supuesto. Lo había hecho hacía unos días cuando acompañaba a Flor y a Pierre a repartir pan a las familias.
-No tomará mucho tiempo -había dicho Flor-. Este rollo es rápido.
Y así, comenzaron a repartir el pan empezando por el lado norte de la ciudad, que era justo donde se alzaba el edificio-convento. Pasando por el gran reloj de piedra, Margo, Flor y Pierre cargaban cada uno con una canasta llena de pan dulce y salado. Para Flor, la canasta era lo bastante grande como para taparle gran parte de su visión, gracias a lo cual no notó la piedra grande que se había puesto en el suelo, esperando su inocente pie.
Más ruido hizo Pierre al ver la canasta caer que el grito de dolor de Flor al raspar su tobillo y los panes cayendo como bolas de algodón. Pierre recogió el pan con tal velocidad que parecía que, muy en el fondo de su ser, confiaba plenamente en aquel mito de que antes de los cinco segundos de estar en el suelo, el alimento seguía consumible. Margo dejó su canasta en el suelo -con calma y paciencia para que Pierre no lanzará una mirada fulminante contra ella- y se fue hacía donde estaba Flor, cuya lágrima retenida amenazaba por correr encima de su roja mejilla.
-Tranquila, llora -dijo Margo.
Y Flor, con las mejillas rojas por la vergüenza, dejó que las lágrimas corrieran.

Y fue así como aquel viejo bajó las escaleras de caracol, con madera de sauco barnizada, mientras se quitaba el pelo de la cara. Había dejado un libro sobre el escritorio cuando escuchó el grito agonizante de Pierre. Sin embargo, ya conocía a Pierre desde hacía varios años y no se asombró en lo absoluto.
Encima de su escritorio se encontraba uno de los pocos libros que podían existir en aquel lugar: Apología de Sócrates, por Platón. Había estado unos dos días leyéndolo y había comenzado a pensar de una manera diferente.
«El que tiene miedo a la muerte se cree sabio sin serlo» rezaba una de las más importantes -por lo menos para él- frases o máximas del libro. Y sí, tenía razón Sócrates: ¿cómo alguien puede tenerle miedo a la muerte? ¿Cómo alguien puede tenerle miedo a lo que no conoce? Sócrates dijo: o una de dos: o la muerte es un completo anonadamiento del alma y el cuerpo (como una noche en la que duermes profundamente sin ser un sólo momento perturbado por cuestiones oníricas); o es la transición de un lugar a otro. Y si nos guiamos por la segunda suposición o teoría, entonces tendríamos, según Sócrates, que regresar a la vida después de aquella transición. ¿Por qué? Porque todo tiene un opuesto -como el opuesto del día es la noche- y la muerte es lo opuesto a la vida y viceversa. Pero dentro de la transición de un contrario al otro, hay un proceso, ¿no es así? A lo que me refiero es, por ejemplo, el proceso para que se dé la oposición entre dormir y la vigilia es el acto de despertar. Así como al proceso para pasar de la vigilia al acto de dormir, se le conoce como sueño.
Ahora bien, poniendo todo esto dentro del contexto de la vida y la muerte, el proceso para pasar de la muerte a la vida, se le llama revivir. Y, ya que todo tiene un contrario y pasa infinitas veces de uno al otro, entonces una persona tiene varias vidas.
A estos pensamientos se entregó aquel viejo mientras salía al patio del reloj. Ahí, en el suelo aún mas ahora sentada, se encontraba Flor limpiando los vestigios de lágrimas sobre sus mejillas. Margo también estaba en el suelo, junto a ella, y le susurraba palabras de consuelo mientras le sobaba el hombro. Pierre, por su parte, organizaba diligentemente el pan dentro de las cestas mientras se enfocaba en que sus mejillas no se le pusiesen más rojas. Rojas de enojo, de desesperación y de tristeza al ver a sus pequeñas conchas ensuciadas con diminutas motas de polvo.
El viejo se acercó y se quedó observando la escena unos momentos antes de que Margo captara su presencia. En aquel momento, cuando Margo levantó las cejas y abrió los ojos de sorpresa por su presencia, el viejo dejó de lado la observación y saludó con un alegre gesto de la mano:
-A tan pocas horas de haber empezado el día y ya hemos ocasionado el primer desastre.
Pierre y Flor borraron toda expresión de disgusto, pena o dolor sobre sus caras y vieron al viejo con una combinación de respeto, admiración y alegría. Margo, mientras los otros dos se paraban, se quedó sentada con un gesto dubitativo.
-¡Oh, señor! -dijo Pierre estrechándole aquella mano tan pequeña y frágil con la suya que parecía paellera-. Ha sido un total descuido de nuestra parte. Discúlpenos si lo hemos molestado.
Mas el señor no respondió nada más que un "no te preocupes". Estaba observando a Margo, que le devolvía la mirada con escepticismo.
-¿Y esta chica quién es? -preguntó a Flor y Pierre sin quitarle los ojos a Margo.
-¡Oh! -exclamó Flor-. Ella es...
-Margo -interrumpió ésta-. Mucho gusto.
Se puso de pie, sacudió sus pantalones con las manos y estrechó la mano del viejo mientras observaba cierto brillo en sus ojos.
-Margo... -susurró el viejo en un tono casi macabro. Luego, subiendo el tono de voz y quitando de su mente aquella explosión de emociones, agregó-: Mucho gusto, señorita Margo.
-Mucho gusto -respondió ella esbozando una sonrisa sin mucha felicidad. La verdad era que felicidad era lo último que sentía. Quizá podía sentir cierta comodidad estando con esas personas, pero ¿felicidad? Nada.
El viejo volvió a abrir la boca para decir algo pero desistió. Sólo un leve "ah..." quedó volando. Después, analizando bien el comentario, movió los labios de nuevo:
-Dígame algo señorita, ¿le gusta leer?
Margo, con cierta rareza en su mirada, inclinó la cabeza sin quitarle al viejo los ojos de encima, para luego responder:
-Sí, bastante.
El viejo, cerró los ojos, asintió y volvió a mover los labios:
-Soy el alcalde de la zona. ¿Tiene algunos minutos? Me gustaría charlar con usted en mi oficina.
Margo, después de unos cuantos segundos de duda, aceptó.
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⏰ Última actualización: Jun 04, 2016 ⏰

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