Capítulo 20 - Crowds I

8 6 10
                                    

꧁What do you want of me
What do you long from me
A slim Pixie, thin and forlorn꧂

❉ Bauhaus - Crowds ❉

El ruido del tráfico me siguió mientras cruzaba las calles y me acercaba al metro. Era un sonido constante, monótono, pero por alguna razón, cada golpe metálico de las puertas del tren, cada vibración en los rieles, me hacía recordar. Recordar todo lo que había tratado de enterrar.

Cada vez que George me tocaba, sentía ese mismo ruido en mi mente, esa misma vibración asquerosa que ahora me envolvía. Cada roce, cada manoseo, cada caricia sucia que me robaba el aire. Me quedé quieta por un segundo, temblando de asco, como si todavía pudiera sentir sus manos en mi piel. Cerré los ojos con fuerza, intentando expulsar esa sensación, pero las imágenes seguían ahí, como fantasmas que no me dejaban escapar.

Caminé más rápido, bajando las escaleras de la estación, pero mis pensamientos seguían descontrolados. De pronto, todo se mezclaba. Las imágenes de George tocándome se cruzaban con las navidades que pasábamos juntos, como si fuéramos una familia. Una mentira tan grande que ahora se sentía como una bofetada.

Yo solo quería eso. Una familia. Eso era lo que más anhelaba cuando era niña. Me veía sentada en la mesa, junto a Juliette, riendo, compartiendo regalos, siendo felices... fingiendo que todo estaba bien. Esas malditas navidades, llenas de luces que intentaban ocultar el verdadero caos. Y yo, ingenua, creyendo que quizás algún día podría tener lo que otros niños tenían. Una familia de verdad.

Los cumpleaños de Juliette y yo... eran lo más cercano que tuve a algo así. Celebrábamos juntas, como si fuéramos hermanas de sangre. A veces, incluso me olvidaba de quién era en realidad, de lo rota que estaba. Con ella podía fingir que todo estaba bien, que éramos felices, que nada malo nos había pasado.

Nos comprábamos regalos tontos, nos hacíamos bromas estúpidas, reíamos como si el mundo no fuera tan jodido. En esos momentos, me permitía creer que la vida no era tan mala. Que tal vez, solo tal vez, había algo bueno para mí.

Pero luego volvía a la realidad. A las noches en que George se metía en mi habitación, susurrando mentiras al oído, tocándome como si fuera suyo. Y todo lo demás se desvanecía. Las navidades, los cumpleaños, el amor que creía tener.... Nada podía borrar lo que él me había hecho. Nada podía cambiar el hecho de que me lo habían arrebatado todo.

El ruido del metro me sacó de mis pensamientos. Las puertas se abrieron y me metí en el vagón, sin mirar a nadie. Me senté en un rincón, dejando que las sombras del túnel me envolvieran, como si ese lugar pudiera tragarse todos mis recuerdos, toda la mierda que había vivido.

Pero no podía escapar. Cada golpe del tren sobre los rieles era un recordatorio. Cada ruido me devolvía al mismo lugar. Al dolor. A la pérdida. A esa maldita mentira de lo que pudo haber sido y nunca fue.

Me subí al vagón y me dejé caer en el primer asiento que encontré. Estaba lleno de gente, pero no les presté atención. Me envolvía el ruido sordo del tren, el eco metálico de las ruedas en los rieles. Todo era demasiado, pero al mismo tiempo nada. Al principio, el peso del día me aplastaba, pero algo más empezaba a desmoronarse dentro de mí.

De pronto, parecía que el subte y las personas a mi alrededor comenzaban a desvanecerse. Las caras se hacían borrosas, las voces se apagaban en un murmullo distante, y lo único que quedaba era el ruido ensordecedor de mi propia mente. La abstinencia había vuelto, como un maldito demonio que conocía demasiado bien. Podía controlar esos momentos la mayoría de las veces, pero cuando la ansiedad y el estrés se acumulaban como hoy, era demasiado para soportar.

Mi cuerpo empezó a reaccionar antes de que pudiera detenerlo. Mi mano derecha comenzó a temblar, perdida en su propio espasmo. Traté de controlarla, pero no me respondía. Usé la mano izquierda para sujetarla con fuerza, intentando mantener la compostura. Pero era inútil. Sentía el calor subiendo por mi piel, el sudor frío pegándose en mi frente.

Cerré los ojos, apretando los dientes, queriendo ahogar el dolor, el malestar. Pero no podía. Era como si todo mi cuerpo estuviera traicionándome, como si la presión en mi pecho fuera a hacerme explotar en cualquier momento.

Cuando abrí los ojos, vi a un hombre frente a mí, mirándome con desprecio, sus ojos juzgándome, escudriñando cada rincón de mi miseria. El fuego en mi interior estalló.

—¿Qué me miras, maldito? —grité, mi voz quebrándose en el aire cargado del vagón—. ¡Ustedes están tan jodidos como yo! ¡Malditos! —mis palabras salían descontroladas, llenas de rabia—. Ni se atrevan a tocarme, no den ni un paso hacia a mí, porque les juro... La paranoia había tomado el control total de mi esta vez,

La gente empezó a mirarme, algunos con lástima, otros con miedo. Pero todos se alejaban lentamente, como si yo fuera una bomba a punto de estallar. El temblor en mi mano era imparable ahora, y mi respiración se volvía más rápida, casi desesperada. Sabía lo que estaba pasando, lo había sentido antes, pero no podía detenerlo. No esta vez.

El vagón se detuvo, y antes de que pudiera reaccionar, un oficial del subte apareció frente a mí.

—Señorita, tranquilícese —me dijo, con esa calma ensayada que solo me enfureció más.

—No me digas que me calme, ¡maldito! —grité, poniéndome de pie de un salto, con el cuerpo temblando, el sudor cayendo por mi rostro—. ¡No tienes ni idea de lo que es estar así! —sentía que las palabras salían como cuchillos, pero no me importaba. Estaba perdida en ese caos que yo misma había creado—. ¡Déjame en paz!

El oficial me tomó del brazo, pero fue como si ese toque encendiera una chispa en mí.

—¡No me toques! —le grité, tirando de mi brazo para soltarme—. ¡Voy a pelear si hace falta! —me zafé de su agarre, empujándolo con fuerza, deseando que me dejara en paz, que me dejara caer en ese abismo al que ya estaba acostumbrada.

—Señorita, cálmese. No queremos problemas. —Pero su tono neutro me irritaba más, como si yo fuera solo otra persona con la que lidiar en su rutina diaria.

Me abalancé sobre él, incapaz de controlarme. Mi cuerpo se movía por pura rabia, por esa energía incontrolable que venía de la abstinencia. Lo empujé, pero otro oficial apareció por detrás, agarrándome con brutalidad por los hombros y tirándome al suelo.

El golpe fue seco. Mi cuerpo cayó pesadamente contra el frío piso de la estación, la mugre y el polvo pegándose a mi piel mientras el dolor me atravesaba. Sentí cómo algo se rompía en mi ceja cuando mi rostro impactó contra el suelo, un corte que empezaba a arder mientras la sangre tibia se deslizaba lentamente. El suelo estaba helado, como cuchillas invisibles que se clavaban en mi piel expuesta, y el dolor de la caída recorría mis extremidades. Me dolía todo, pero no era suficiente para apagar la rabia.

—¡Déjenme en paz, —grité, mi voz quebrada por la mezcla de ira y desesperación, pero me silenciaron rápidamente!

El oficial me inmovilizó en el suelo, sus manos firmes apretando mis brazos contra el suelo sucio de la estación. Mi cuerpo temblaba sin control, los espasmos de la abstinencia mezclándose con el dolor de la caída. Traté de luchar, de zafarme, pero ya no tenía fuerzas. Sentía que me arrastraban, que el mundo entero se volvía más oscuro, más frío. La sangre caía lentamente desde mi ceja, manchando el suelo bajo mí.

—Estás bajo arresto —dijo uno de los oficiales, con voz firme, pero yo apenas lo escuchaba. Estaba demasiado perdida en mi propio infierno.

Cenizas de GirasolDonde viven las historias. Descúbrelo ahora