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Luciana Sánchez

Era un día caluroso en São Paulo, y el sol se filtraba entre las nubes como un niño travieso que juega al escondite. Corría de un lado a otro en la oficina, intentando mantener todo en orden. Ser la asistente personal de Richard Ríos, el famoso futbolista, era un trabajo que sonaba glamoroso, pero la realidad era un poco diferente.

Cuando llegué a la oficina, un par de mis compañeros ya estaban murmurando sobre la última victoria de Richard en el partido del fin de semana. Él había anotado un gol impresionante y la prensa no paraba de hablar de él. Sin embargo, en mi mente, Richard era solo un hombre, aunque uno que cargaba sobre sus hombros el peso de la fama.

—¡Luciana! —gritó Carla, una de las otras asistentes—. ¿Has visto a Richard? Dijo que tenía una reunión, pero no se ha presentado.

Tragué saliva. Richard tenía la extraña habilidad de aparecer y desaparecer como si fuera un fantasma. Y cuando estaba presente, su carácter podía ser un torbellino. A veces era encantador, con esa sonrisa que hacía que cualquier sala se iluminara; otras veces, era una tormenta, gruñendo y despotricando por cualquier cosa que no le gustaba.

—No, aún no —respondí, tratando de mantener la calma—. Pero estoy segura de que no tardará. Tal vez está atrapado en el tráfico.

Justo en ese momento, la puerta se abrió de golpe y entró Richard, con su chaqueta de cuero ajustada y una mirada de fuego en los ojos. Me sentí instantáneamente intimidada. No importaba cuántas veces lo viera, siempre tenía esa aura que hacía que el aire se volviera pesado.

—Luciana —dijo, pasándome por al lado, ignorando mi saludo—, necesito que prepares todo para la reunión con los patrocinadores. Ya sabes lo que le gusta a don Alberto.

Asentí, sintiendo una mezcla de frustración y emoción. Había días en que Richard era un verdadero dolor de cabeza, pero había algo en su forma de ser que me atraía, un magnetismo que no podía explicar. Tal vez era su pasión por el fútbol o la manera en que siempre sabía lo que quería. Aun así, no podía dejar que eso me distrajera. Mi trabajo era ser profesional, y no debía dejarme llevar por sus encantos.

Pasé la mañana organizando documentos, preparando las presentaciones y revisando la agenda de Richard. La tensión en el aire era palpable, y sabía que él también la sentía. A medida que la hora de la reunión se acercaba, la ansiedad comenzó a acumularse en mi pecho.

Finalmente, llegamos a la sala de conferencias, donde un grupo de ejecutivos esperaba. Richard se sentó al final de la mesa, y yo me coloqué a su lado, lista para tomar notas. Durante la reunión, él se mostró firme, defendiendo su postura con fervor. Cada vez que se inclinaba hacia adelante, podía oír el latido de mi corazón acelerarse. Su presencia era abrumadora, y me resultaba difícil concentrarme en lo que decían los demás.

—Gracias a todos por venir —dijo Richard, cruzando los brazos, con una sonrisa que iluminaba su rostro—. Estoy emocionado por las nuevas oportunidades que se nos presentan.

La reunión se alargó más de lo esperado, pero al final, todo salió bien. A medida que nos despedíamos, Richard se volvió hacia mí y dijo:

—Buen trabajo, Luciana. Te necesito para una cosa más después.

Mi estómago se revolvió. ¿Qué quería decir con eso? Sabía que trabajar con él no sería fácil, pero no estaba lista para los sentimientos que empezaban a surgir. Sentía que la línea entre lo profesional y lo personal comenzaba a desdibujarse, y eso me aterraba.

Regresamos a la oficina, y él me hizo un gesto para que lo siguiera a su despacho. Cerró la puerta tras de nosotros y me miró con esa intensidad que siempre me hacía sentir como si estuviera a punto de explotar.

—Luciana, necesito que hagas algo por mí.

—Claro, Richard. Lo que necesites —respondí, tratando de mantener la voz firme.

—He estado pensando que deberíamos hablar de cómo manejar mejor mi agenda. La fama es un juego complicado, y a veces es difícil encontrar tiempo para mí mismo. —Su voz era suave, pero había una tensión en el aire que me hizo dudar.

A medida que hablaba, podía sentir cómo la atracción crecía entre nosotros, un magnetismo innegable que me hacía querer acercarme más. Sin embargo, me mantenía firme, recordándome que estaba allí para trabajar, no para jugar con el fuego. Pero la chispa estaba ahí, y no podía ignorarla.

La hora avanzó, y me sentía atrapada en un torbellino de emociones. Richard era un hombre complicado, y yo era solo una chica que había venido a ayudar. ¿Qué iba a pasar cuando el reloj marcara las 3:33? La pregunta quedó flotando en el aire, como una sombra que me seguía, y supe que todo cambiaría.

3:33 - R.RDonde viven las historias. Descúbrelo ahora