Luciana Sánchez
El ambiente en el Allianz Parque estaba cargado de emoción. Palmeiras recibía a Fortaleza, y como siempre, yo estaba allí para asegurarme de que cada detalle en la agenda de Richard estuviera en orden. Aunque me esforzaba por mantenerme enfocada en mis responsabilidades, mis ojos se desviaban inevitablemente hacia él, siguiéndolo en cada movimiento sobre el campo.
Richard tenía ese tipo de presencia que resaltaba en el equipo; su intensidad era innegable. Pero hoy, había algo más en su mirada, una mezcla de determinación y frustración que parecía aumentar con cada minuto que pasaba en el reloj.
Cuando Palmeiras anotó el primer gol en el minuto 29, un penalti ejecutado con precisión por Raphael Veiga, el estadio estalló en aplausos y gritos. Yo también sentí una chispa de orgullo al verlo allí, siendo parte de algo tan grande. Pero la alegría fue breve; apenas nueve minutos después, Fortaleza respondió. Hércules igualó el marcador, y la tensión entre los jugadores de Palmeiras se hizo palpable.
Desde mi lugar en la tribuna, observaba cómo Richard intentaba mantener la compostura. Aun así, cada gesto y mirada que lanzaba a sus compañeros dejaban ver la frustración. Sabía que, aunque tratara de mantenerse controlado, lidiar con un empate no iba a ser fácil para él. Con Richard, todo era siempre extremo; o estaba completamente satisfecho o su mal genio lo dominaba, y hoy, ese empate en casa parecía haber encendido su lado más temperamental.
En el segundo tiempo, Palmeiras retomó la ventaja con un penalti de Estêvão en el minuto 57. Richard y sus compañeros parecían al fin estar recuperando el control del partido. Sin embargo, solo cinco minutos después, Moisés de Fortaleza igualó el marcador nuevamente. El estadio cayó en un silencio tenso, y desde mi asiento, vi cómo Richard cerraba los puños, con la mandíbula apretada y los ojos fijos en el suelo. No había dudas de que esa frustración iba a seguirlo hasta después del partido.
Richard Rios
El silbato final sonó, y el marcador quedó en un empate 2-2. Me sentí hirviendo por dentro; empatar en casa era una de las peores sensaciones. Miré hacia la tribuna y vi a Luciana observándome. Sabía que ella notaría la rabia en mis ojos, la misma que yo intentaba contener sin mucho éxito.
Camino al vestuario, cada paso parecía pesar una tonelada. Todo el esfuerzo, toda la preparación... ¿para esto? Mi mente repasaba cada jugada, cada error. Al entrar al vestuario, tiré mis guantes sobre el banco, maldiciendo en silencio. Los muchachos estaban tensos, algunos mascullando su enojo, otros tratando de relajarse.
Justo en ese momento, Luciana apareció con su profesionalismo imperturbable. Me miró con una expresión que parecía decir "todo va a estar bien", pero su optimismo me molestaba más de lo que me tranquilizaba.
—Buen partido —me dijo, intentando suavizar el ambiente.
—¿Buen partido? —le respondí, con un tono que no ocultaba mi enojo—. Empatamos en casa, Luciana. No me hables de “buen partido”.
Ella exhaló, pero no se apartó ni cambió su tono. Me observó con una paciencia que me desarmaba.
—Richard, es solo un partido. Hiciste lo mejor que pudiste, ¿no?
Quería decirle que no entendía, que para mí esto era mucho más que un partido. No se trataba solo de puntos o estadísticas; era una cuestión de orgullo, de demostrar de qué estaba hecho. Pero su mirada me hizo contenerme. Su presencia, por alguna razón, tenía el efecto de calmar la tormenta en mi cabeza, aunque yo no quisiera admitirlo.
Después de la rueda de prensa, nos dirigimos juntos hacia la salida. Luciana hablaba de los próximos eventos en el calendario, intentando distraerme del resultado del partido. Yo apenas respondía, pero, en el fondo, agradecía su compañía. Aunque en el campo yo estuviera rodeado de compañeros, ella era la única que realmente lograba hacerme sentir menos solo, incluso en una noche como esta.
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