Luciana Sánchez
Al día siguiente del partido contra Fortaleza, la frustración de Richard parecía haber permeado cada rincón de su ser. Aunque la rutina seguía, había algo en el aire que hacía que los pasillos del club se sintieran más tensos de lo normal. Mi trabajo me exigía estar a su lado y anticipar cada uno de sus movimientos, pero en días como estos, eso era una tarea monumental.
Me encontraba en la oficina de relaciones públicas del Palmeiras, preparando la agenda de medios que Richard tendría que atender después del próximo partido. Sin embargo, mi mente vagaba, regresando una y otra vez a la mirada de Richard después del partido, esa mezcla de rabia contenida y decepción que, por alguna razón, lograba despertar en mí un sentimiento extraño. Era como si algo en su intensidad me absorbiera, como si me diera cuenta de que, detrás de su fachada de hombre fuerte y seguro, había un Richard que no todos conocían.
Justo cuando trataba de concentrarme de nuevo en mis tareas, Richard apareció en la puerta, su figura recortada contra la luz del pasillo. Tenía el ceño fruncido y la mandíbula apretada, y me miraba de una forma que no sabía si era una invitación o una advertencia.
—Luciana, ¿tenés un minuto? —dijo en un tono que no dejaba lugar a dudas de que no era realmente una pregunta.
Asentí y lo seguí a su oficina. Cerró la puerta detrás de mí y se apoyó en su escritorio, cruzando los brazos.
—Quiero hablar de lo de ayer —empezó, sin preámbulos—. Quiero que todo esté perfecto para el próximo partido. No me puedo permitir otro empate, ¿entendés?
Asentí, aunque no estaba del todo segura de cuál era mi rol en su frustración. Sabía que en momentos como estos, lo mejor era dejarlo hablar y desahogarse.
—Me maté en el campo, Luciana. Hice lo imposible y, aun así, no fue suficiente. —Sus palabras se entrecortaron, y vi que sus manos se tensaban mientras hablaba—. Necesito que todo funcione a la perfección. Cada detalle importa.
—Lo sé, Richard. Y estamos trabajando para eso. Pero también tenés que aprender a soltar, no podés controlarlo todo.
Hubo un momento de silencio. Richard me miró con esa intensidad suya, esa que podía desarmar a cualquiera. Me encontraba en esa línea difusa entre el trabajo y algo más, algo que ambos sabíamos que estaba ahí, pero que ninguno quería admitir.
Richard Rios
La mirada de Luciana estaba fija en mí, y, aunque trataba de ignorarlo, había algo en ella que me desarmaba. No era el tipo de mujer que se achicaba ante mis explosiones, y eso me irritaba y me gustaba a la vez. Su calma me desconcertaba, me hacía sentir vulnerable, y odio sentirme así.
—Vos siempre tenés algo que decirme, ¿no? —le dije, intentando romper el silencio incómodo.
—Solo trato de ayudarte, Richard. Esto es trabajo, y soy tu asistente —respondió, con esa frialdad que a veces me hacía pensar que ni siquiera le importaba realmente.
—¿Solo eso? —La pregunta salió de mi boca antes de que pudiera detenerme.
Ella arqueó una ceja, claramente sorprendida, pero su expresión no cambió. Yo sabía que estaba cruzando una línea, y sabía que a ella también le incomodaba. Pero algo en mí quería esa reacción, esa chispa que me confirmara que no todo era tan profesional como ambos pretendíamos.
—¿Qué estás insinuando? —me respondió, con una leve sonrisa en los labios, esa sonrisa que siempre me dejaba en ascuas.
—Nada, Luciana. No estoy insinuando nada. —Intenté sonar indiferente, pero incluso yo sentí la falsedad en mi tono.
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