Luciana Sánchez
Las luces de São Paulo brillaban intensamente desde mi ventana, pero para mí, todo se sentía oscuro y vacío. Después de la discusión con Richard, la atmósfera en el departamento era irrespirable. Era como si una sombra se hubiera instalado en cada rincón de mi mente. No era solo la presión de ser su asistente personal; era la carga emocional que había asumido, creyendo que podía manejarlo todo.
No sabía cómo había llegado a este punto. El día de la pelea, cuando le dije que renunciaba, sentí que un peso se levantaba de mis hombros, pero a medida que pasaban las horas, la liberación se convirtió en una pesada tristeza. Había perdido más que un trabajo; había perdido la conexión que tenía con él.
En mis días de asistencia, las horas se deslizaban entre tareas, llamadas y correos, pero ahora, sentada en el sofá, no podía encontrar un solo motivo para levantarme. Me pasé días enteros encerrada en casa, alimentando mi frustración con comida chatarra y un par de series sin sentido. Los mensajes de mis amigas caían en saco roto; no tenía ganas de socializar. Ni siquiera podía pensar en salir de la cama.
La verdad era que Richard me había afectado más de lo que quería admitir. Sus palabras, llenas de exigencias, me habían hecho dudar de mí misma, de mi valía. Había días en los que me hacía sentir como si fuera la mejor versión de mí, y otros en los que simplemente me dejaba en el suelo, arrastrando mi autoestima por el lodo. Esa montaña rusa emocional me había dejado exhausta.
Un día, mientras yacía en la cama, el sonido del timbre me sacó de mis pensamientos. No esperaba a nadie, así que me levanté lentamente, con el cuerpo pesado. Al abrir la puerta, encontré a Carla, mi mejor amiga, parada con una bolsa llena de comida y un par de botellas de vino.
-¡Luci! -gritó, tratando de levantarme el ánimo-. Hoy hacemos una noche de chicas.
Su energía era contagiosa, pero no podía engañarme. Me sentía como una cáscara vacía. Aun así, no pude rechazarla.
-Vale, solo por un rato -respondí, obligándome a esbozar una sonrisa.
Nos sentamos en la sala, y ella comenzó a contarme sobre su vida, sus citas y sus desventuras. Pero mientras hablaba, yo no podía dejar de pensar en Richard. Lo extrañaba, aunque me hubiera gritado como si fuera una niña. Era una mezcla extraña de dolor y anhelo. Aunque quise hablarle a Carla de lo que sentía, me lo guardé. Me sentía avergonzada de mostrarle mis vulnerabilidades.
Después de un par de copas de vino, las palabras comenzaron a fluir. La tristeza que había estado reprimiendo explotó, y las lágrimas brotaron como un río desbordado.
-No sé qué hacer, Carla. Siento que mi vida se desmorona -dije, entre sollozos-. Richard es tan... complicado. Me hace sentir increíble y, al mismo tiempo, miserable. No sé si lo odio o lo amo.
Carla me miró con compasión, y en ese momento, supe que no estaba sola en esto.
-Luci, lo que sientes es normal. Estás atravesando una tormenta emocional. Pero, ¿realmente crees que él vale esa pena?
Me quedé en silencio. No tenía una respuesta clara. Sabía que Richard era un buen tipo en el fondo, pero su comportamiento era frustrante. Era como intentar atrapar agua con las manos: siempre se escapaba.
-No lo sé. A veces creo que necesito dejarlo ir, pero no puedo evitar pensar en lo que podríamos ser si él fuera diferente -respondí, sintiendo un nudo en el estómago.
A medida que la noche avanzaba, nos reímos y lloramos, y por un breve momento, me olvidé de la tormenta que estaba dentro de mí. Pero al final, la realidad regresó, y me encontré de nuevo atrapada en mis pensamientos. La verdad era que mi corazón aún anhelaba a Richard, aunque sabía que estaba en un lugar oscuro.
Los días pasaron y mi situación no mejoró. La depresión era un monstruo que se alimentaba de mi energía, y mis amigos empezaron a preocuparse por mí. Sabía que tenía que hacer algo, pero salir de este agujero era más fácil decirlo que hacerlo. La vida continuaba, pero yo estaba estancada.
Una noche, mientras estaba en la cama, recibí un mensaje de Richard. Mi corazón dio un vuelco. Era una invitación para cenar. Se sintió como una punzada en el pecho, pero al mismo tiempo, un rayo de esperanza.
No sabía si debía ir, pero la curiosidad ganó. Respondí que asistiría. Me preparé con nerviosismo, eligiendo un vestido que me hacía sentir atractiva, aunque sabía que no me sentía bien del todo. Al llegar al restaurante, el ambiente era elegante, y Richard ya estaba allí, con una sonrisa en el rostro que me hizo sentir una mezcla de emoción y desconfianza.
-Luci, qué bueno verte -dijo, y sus ojos se iluminaron. Se notaba que había intentado arreglar las cosas.
Durante la cena, la conversación fluyó de manera más fácil de lo que había imaginado. Hablamos de fútbol, de nuestros días y de la vida en general. Pero había un trasfondo de tensión que no podía ignorar. Sus ojos me buscaban, como si quisieran leer mi mente, y yo sabía que el tema de nuestra última discusión estaba al borde de la conversación.
Cuando terminamos de comer, Richard sugirió que fuéramos a un bar cercano para tomar algo. Acepté, pero mi corazón latía con fuerza. Sabía que había algo más en juego esa noche. La química entre nosotros era palpable, como una chispa que esperaba encenderse.
Al llegar al bar, el ambiente era acogedor y animado. Mientras tomábamos unos tragos, la conversación se tornó más personal. Me sentí vulnerable, pero a la vez liberada. Richard hizo un comentario sobre lo que había pasado entre nosotros, y de repente, todo lo que había sentido se desbordó.
-No puedo seguir así -dije, con la voz temblorosa-. No quiero estar en esta montaña rusa.
Él se acercó un poco más, su mirada intensa.
-Luci, lo siento. No sé cómo he sido. Quiero que lo intentemos de nuevo, sin drama, solo tú y yo.
Sus palabras hicieron eco en mi corazón, y antes de darme cuenta, nos encontramos en un rincón más apartado del bar, hablando en susurros. La atracción se volvía abrumadora, y al mirarlo, vi el deseo en sus ojos. Sin pensar en las consecuencias, me acerqué y lo besé. Fue un beso lleno de anhelos reprimidos, de frustraciones y de promesas no cumplidas.
Pero entre el deseo, la realidad me golpeó. De pronto, recordé que estaba en mis días. La menstruación llegó como un recordatorio cruel en medio de todo este caos. La idea de tener relaciones me provocó una oleada de emociones.
-Espera -dije, separándome un poco-. No sé si esto es lo correcto. Estoy... estoy con la regla.
Richard se rió suavemente, con un brillo travieso en sus ojos.
-¿Y eso qué importa? Si solo estamos disfrutando del momento, no hay problema.
Mi corazón palpitaba con fuerza. La idea de entregarme a él, de dejarme llevar por la atracción, era tentadora. Pero, por otro lado, el miedo a las complicaciones me llenaba de dudas.
La tensión en el aire era casi eléctrica, y antes de que pudiera pensarlo mejor, el deseo ganó. Nos perdimos en otro beso, y en ese instante, el mundo se desvaneció. Me dejé llevar, olvidando el caos que me rodeaba, y el deseo se apoderó de nosotros.