VIII

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Richard Rios

Ese día estábamos revisando los preparativos para el próximo partido cuando, de la nada, Luciana explotó. Con un tono que no le había escuchado nunca, me lanzó la frase que aún retumba en mi cabeza:

—¡Ya estoy cansada, no puedo más! Eres demasiado irritante, Richard… renuncio.

Al principio pensé que era una broma, que en cualquier momento soltaría una risa sarcástica, como hacía cuando intentaba desahogarse conmigo. Pero no, esta vez lo decía en serio. Me quedé mirándola, tratando de procesar lo que acababa de escuchar, pero no encontraba las palabras.

Luciana, cansada y visiblemente afectada, tomó su bolso sin mirarme y salió de la sala. La sensación de vacío que dejó al cerrar la puerta fue inesperada. En ese instante, una parte de mí comprendió que la había llevado al límite y que su decisión no era un arrebato.

El sonido de la puerta cerrándose resonó en mi mente como un eco, recordándome lo frágil que era nuestra relación. Nunca había considerado que llegaría a este punto. Siempre pensé que Luciana era fuerte, que podía manejar la presión que significaba trabajar conmigo, pero hoy me había demostrado lo contrario.

Me quedé sentado en la sala, rodeado de papeles, estadísticas y planes de juego, pero nada de eso importaba ahora. El partido contra Chile se acercaba, y en lugar de concentrarme en eso, mi mente estaba en ella. Me levanté de la silla, incapaz de quedarme quieto. Cada paso que daba hacia la puerta me recordaba lo que había perdido, y la idea de que Luciana ya no estaría a mi lado me llenó de una frustración y una ansiedad que no sabía cómo manejar.

Salí de la habitación, dispuesto a encontrarla. La busqué por toda la casa, pero no había rastro de ella. Me sentí como un idiota, consciente de que la había empujado demasiado. Siempre exigente, siempre buscando la perfección, nunca pensando en cómo mis palabras podían afectar a alguien tan cercano a mí.

Cuando finalmente la encontré, estaba en la cocina, sentada en una de las sillas, con la cabeza entre las manos. La escena era desoladora. Se le notaba cansada, frustrada. Era como si todo el peso del mundo cayera sobre sus hombros.

—Luciana —dije, acercándome a ella con cautela—. Necesitamos hablar.

Ella levantó la vista, y en sus ojos vi una mezcla de tristeza y determinación.

—No hay nada de qué hablar, Richard —respondió, su voz temblaba, pero se mantenía firme—. Estoy cansada de tus exigencias, de que siempre estés a la espera de lo perfecto. No puedo ser la Luciana perfecta que quieres que sea.

Sus palabras golpearon como una bofetada. No quería entender que era mi comportamiento el que la había llevado a este punto.

—Solo quería que las cosas salieran bien —dije, tratando de justificarme—. Este partido es importante, y necesitamos estar preparados.

—Sí, pero no a costa de mi bienestar. Yo no soy solo tu asistente, Richard. Soy una persona con sentimientos y necesidades.

Su reacción era totalmente válida. En mi afán por alcanzar el éxito, había olvidado que detrás de todo ese profesionalismo había una persona que también estaba luchando.

—Lo siento —respondí, genuinamente. No sabía si mis palabras eran suficientes para reparar el daño—. No quise presionarte tanto. No sé qué haré sin ti.

Ella suspiró, claramente luchando entre sus emociones.

—Quizás debiste pensarlo antes de tratarme como una máquina, Richard.

Sentí que las palabras se me atascaban en la garganta. No quería perderla, no así. La idea de que Luciana ya no estuviera a mi lado era aterradora.

—Por favor, Luciana, dame otra oportunidad. Prometo que intentaré cambiar, que seré más consciente de cómo te trato —le imploré, acercándome un poco más.

La miré a los ojos, esperando ver una chispa de compasión, pero ella solo se cruzó de brazos, como si se protegiera de mí.

—No sé, Richard. Lo que dijiste hoy me dolió. Necesito tiempo para pensar.

La tristeza en su voz me dejó sin palabras. ¿Era esto el fin de nuestra colaboración? O, peor aún, de nuestra amistad. No quería presionarla más, así que di un paso atrás, sintiéndome impotente.

—Entiendo. Tómate el tiempo que necesites —dije, resignado.

Salí de la cocina, sintiendo cómo el peso de mi orgullo se desvanecía. No tenía idea de cómo iba a enfrentar el próximo partido sin ella, pero sabía que no podía forzarla a hacer algo que no quería.

Pasaron los días y la preparación para el partido continuó, pero sin Luciana, la atmósfera era completamente diferente. Mis compañeros notaron mi falta de concentración y la presión aumentó. No podía dejar de pensar en ella.

El día del partido llegó, y mientras me preparaba, sentía que había algo que faltaba. Miré mi teléfono, esperando un mensaje que nunca llegó. El estadio estaba lleno, los gritos de los hinchas resonaban en mi pecho, pero mi mente seguía en Luciana.

Durante el calentamiento, traté de concentrarme, pero cada jugada fallida me recordaba su ausencia. La tensión en el aire era palpable, y aunque el equipo necesitaba que diera lo mejor de mí, me sentía vacío.

Al final, el partido fue un desastre. No fue solo que no logramos ganar; fue que perdí la oportunidad de tener a Luciana a mi lado, y eso era lo que más me dolía. El pitido final sonó y dejé caer mi cabeza, sintiéndome derrotado.

Fue entonces cuando decidí que tenía que hacer algo. No podía dejar que el tiempo pasara sin intentar arreglar lo que había roto. Necesitaba a Luciana en mi vida, y si tenía que luchar por ello, lo haría.

3:33 - R.RDonde viven las historias. Descúbrelo ahora